¿Qué más hace falta para que sea guerra?
No estoy montando barricadas. No estoy buscando escombros,
ni basura para prenderlos en mitad de mi calle. Más bien estoy tratando de
tomarme un café y de mantener la disciplina de no revisar el twitter por al
menos media hora. Me asomo a la ventana, la calle está más sola que de
costumbre, y pareciera que los sonidos de la ciudad han cambiado. Lo único que
avanza torpedeado por los eventos son las redes sociales. Nuestro medio de
comunicación, de información, de relación con el mundo y con el resto de los ciudadanos
de este país que se quiebra en mil pedazos.
Los perseguidos, los detenidos, los torturados, los muertos.
Todos están en las redes sociales. Ellos y el pánico. El pánico colectivo del
que somos presa al no saber qué estamos viviendo. Porque esa es la verdad, ¿qué
es esto? no sabemos. No sabemos si esto fue un levantamiento popular, si es una
rebelión desarmada, si es un grito de desesperación, si es una protesta por una
mejor calidad de vida con todos sus tintes políticos, si es un alzamiento, que
no será en armas, porque más claro que armas no tenemos imposible, más que teléfonos,
computadoras y pancartas.
Todos los días nos levantamos y no sabemos qué nos van a
traer las horas. No estamos seguros de la verdad, ni de si estará en algún lugar
en el medio, o en algún extremo.
¿Es el estado? ¿Es Maduro? ¿Es la Guardia Nacional? ¿Es
Cuba? ¿Es que de verdad nos invadieron? ¿Son los colectivos? ¿Es que de verdad
esto es una situación de vivos o muertos? ¿Es que no importa, de la noche a la
mañana, una vida desgraciada? ¿Un futuro? ¿Cómo lo construimos? ¿Qué hacemos
aquí? ¿Quién se salva?
Estrés. Dolor. Incertidumbre. Todo en medio de una necesidad de ser fuertes,
de mantenerse firmes, de vislumbrar sin saber si es un espejismo o no, la salida
a una crisis que intuíamos pero en la que ni sabemos cómo entramos, ni mucho
menos cómo vamos a salir. Como sociedad queremos apelar a algo, o alguien, que
el mundo escuche, que entienda, que los líderes no vayan a pensar que pueden
jugar así con nuestro destino. ¿Cómo se puede jugar así con el destino de
alguien? Estamos paralizados, y tratando de seguir, pero como si de pronto
nuestra propia vida y nuestros propios deseos fuesen algo que uno tiene que
mantener clandestino.
Es entonces cuando empezamos a entender, a valorar, lo que
significa la libertad. Cuando nos damos cuenta todo lo que hemos perdido. Las
vidas que llevábamos. País que se estaba quedando y se está quedando sin
posibilidades, sin esperanza, sin vías, que está saqueado por malandros que roban, que matan, que van a hacer lo imposible, lo innombrable por
quedarse con un poder que ya no les pertenece y con todos nuestro futuro secuestrado.
Estamos secuestrados por lo peor del ser
humano. Por la maldad, la ambición y la falta de escrúpulos de unos, y por el
miedo y la desesperación de otros. Nadie tiene garantías, ni derechos. No sabes
hacia dónde moverte, porque estás sujeto a distintos tipos de agresión.
Nos damos cuenta entonces lo que importan los valores. Lo
que no defendimos a tiempo. Lo que nos dejamos robar. Vamos viendo el peso de
todos esos silencios y ausencias del pasado. Esas peleas que no peleamos porque
consideramos poco importantes, o poco trascendentes. Esas posturas demasiado
prudentes y cómodas.
No, esto no es el producto de dos semanas de luchas, ni de
la desesperación, ni la ambición de un político. Esto es producto de años de
resquebrajamiento de la moral de un país. Esto es producto de todas las colas
en las que nos coleamos, de todos los guisos que toleramos, de todas las
humillaciones que aguantamos, de todas las veces que nos pareció que ciertas
posturas eran radicales o exageradas. Esto es lo que cuesta ser silente, y
confundir la tolerancia con el miedo a decir las cosas. El no haber contribuido, ni incluido, ni prestado atención, ni haber hecho lo que tocaba para contrarrestar el discurso que nos trajo a esto. Esto es lo que pasa
cuando no nos hacemos respetar. Esto es lo que le hacen a un pueblo que tiene
la autoestima por el suelo.
Esto s es una guerra. Duele aceptarlo, y uno piensa que es otra cosa. Hay
muerte. Hay dolor. Hay miedo. ¿Qué más
hace falta para que sea guerra?
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