Si irse o si quedarse
Si irse o quedarse. Una entrada más en este diario de vida en el Tercer Mundo:
No es bueno caer en generalizaciones, pero de vez en cuando uno siente que son verdad. En estos días pareciera que no existe venezolano a quien no le haya pasado por la cabeza irse del país. Cada quien lo piensa a su manera. Hay quien evoca otra tierra como si fuera el paraíso, el lugar donde va a ser feliz y no van a existir problemas. O los problemas van a ser mínimos, tan cotidianos y “normales” que bajan de esa categoría. Uno está aquí, pensando en dónde será que le toca hacer la próxima cola, sufriendo porque se acerca la fecha de vencimiento de un pasaporte o porque le da miedo algo tan banal como estar parado en un semáforo y ver pasar un motorizado, y piensa que una visa que dependa de un trabajo que no sabe si le van a dar es un problema pequeño. Piensa que no vas a extrañar tanto a su familia, ni a sus amigos, porque va a estar lejos de una realidad que ya no le deja respirar. Otros lo ven más resignados. Para otros, como yo, irse sería una tragedia.
No es bueno caer en generalizaciones, pero de vez en cuando uno siente que son verdad. En estos días pareciera que no existe venezolano a quien no le haya pasado por la cabeza irse del país. Cada quien lo piensa a su manera. Hay quien evoca otra tierra como si fuera el paraíso, el lugar donde va a ser feliz y no van a existir problemas. O los problemas van a ser mínimos, tan cotidianos y “normales” que bajan de esa categoría. Uno está aquí, pensando en dónde será que le toca hacer la próxima cola, sufriendo porque se acerca la fecha de vencimiento de un pasaporte o porque le da miedo algo tan banal como estar parado en un semáforo y ver pasar un motorizado, y piensa que una visa que dependa de un trabajo que no sabe si le van a dar es un problema pequeño. Piensa que no vas a extrañar tanto a su familia, ni a sus amigos, porque va a estar lejos de una realidad que ya no le deja respirar. Otros lo ven más resignados. Para otros, como yo, irse sería una tragedia.
Yo sinceramente no me veo en otro lugar. Simplemente no veo,
y me cuesta mucho pensar que mis hijos van a crecer arraigados en otro lugar.
Porque no me engaño. No es que me voy a ir con Venezuela bajo un brazo. Si nos
vamos hay que echar raíces en otro lugar, hay que enseñarles a amar otra
tierra. No es que nos vamos a olvidar de Venezuela. Eso no se olvida. Pero hay
que echar raíces, y eso implica una renuncia. Yo sé que mucha gente que se va
no quiere aceptarlo, pero es así. Si no la gente termina creciendo sin arraigo
a nada, sin identificarse con nada, y eso es mucho peor. Hay gente que es más
desprendida con sus pasiones. Más práctica. Yo no. Yo amo este país. Para mí
sería como dejar pasar el amor de mi vida. Es algo que no puedo explicar. Me
encanta Estados Unidos, pero no quiero ser americana, no quiero cantar ese
himno, ni quiero hablarles a mis hijos de una bandera de cincuenta estrellas. A
mí me gusta que se indentifiquen con el amarillo, azul y rojo, y sé que siempre
lo harán, pero si nos vamos, no es esta historia la que van a aprender, y no es
esa bandera la que van a izar en el colegio. Si nos vamos hay que decir adiós
en serio.
Uno piensa mucho en el si nos vamos. Más duro es pensar en
el si nos quedamos. Porque la verdad es que si nos quedamos no sabemos. Aquí no
se sabe nada. No se sabe qué habrá, o qué no habrá mañana. No sabemos si de aquí
dos meses, todo mejora, sigue igual o estamos infinitamente peor. Llevamos años
predicando un apocalipsis, un fondo, y siempre nos ha parecido que estamos
cerca. Lugo agarras un libro y lees sobre la guerra, sobre los asedios a las
ciudades, o lees sobre Cuba y piensas que nos parecemos más de lo que nos
gustaría, pero que en el fondo no estamos cerca. Tratas de imaginarte el peor
escenario, uno dantesco, poco probable, te imaginas la modernidad y las comodidades
de la vida urbana arrancadas de tu realidad, y no lo puedes entender, ¿cómo
tantas personas van a renunciar a tanto? Lo que pasa es que ya han pasado cosas
tan poco probables, y la verdad es que todo intento de adivinar el futuro ha
fallado, incluso el de los profesionales. Aquí ya no vale el pronóstico, ni la
palabra de nadie. Incluso los encuestadores dan cinco escenarios cuando hacen
sus proyecciones. Aquí siempre termina pasando lo menos probable.
Entones te aterras porque piensas que nos estamos
acostumbrando. Y eso le encanta repetirlo a la gente que vive afuera, “yo veo
como los venezolanos se están acostumbrado”. Te ofende. ¿Quién se
puede acostumbrar a esto? nadie se acostumbra a esto. Es más, la semana pasada
fuimos a una concentración y había mucho allí, había rabia, impotencia, había
ganas de cambio, había escepticismo, pesimismo, optimismo, había incluso
rechazo y negación, hasta indiferencia, pero no había costumbre. Aquí nadie se
está acostumbrado. Puede ser que estemos tristes. Que no sepamos qué hacer. Y
sí, tenemos mucho miedo, porque ya hemos ido viendo perder lo mucho que
teníamos, luego lo vimos como cuando nos quedaba bastante nos partieron esa
torta por la mitad, y ahora nos vamos quedando poco a poco sin nada. Es muy
cómodo pedirle valentía al que de pronto se da cuenta que lo puede perder todo.
Desde afuera es muy fácil decirle a alguien que luche, pero la verdad, es que
la reacción más coherente, la más razonada, es tratar de cuidar lo poco que
queda. Y hay que decirlo, a veces lo poco que queda es hacer una cola por un
par de litros de leche.
Es triste. Y yo siempre llamo a luchar, pero la verdad, a
veces pareciera que estamos muy solos. Estamos tan solos que no lo estamos. A
veces como venezolana me siento juzgada. Me siento juzgada por la gente que no
entiende cómo puedo seguir amando a mi país, y por qué no me quiero ir. Me
siento juzgada porque todavía no quiero salir corriendo. Me siento juzgada
porque tengo miedo, y porque a la vez no lo tengo. Me siento juzgada porque no
quiero vivir en otro país. Me siento juzgada porque todavía mi vida está aquí.
He pensado en irme. Mucho. Me imaginado esa realidad, pero todavía
no es para mí. Aún tengo mucho que dejar aquí. Demasiado. No me veo feliz en otro
lugar. No veo a mis hijos felices en otro lugar. Oportunidades hay para el que las
sabe aprovechar. Futuro hay para quien lo construye. No aguanto el cuento de
que en Venezuela nada sirve, somos una porquería de gente, todos somos o unos
corruptos, o unos borregos que nos acostumbramos a la miseria, la tristeza, y la limosna. Sé de mucha gente que se ha ido que está triste, que no logró
armarse la vida que soñaba, por más que pueda caminar por la calle y tenga
casa, carro y lo pueda sacar a la hora que le de la gana, porque “esto aquí es
muy tranquilo”. Sí, esto no es tranquilo, pero es mío. Mío y yo lo quiero. A
veces me pongo a pensar que todo este proceso nos ha llevado a soltar la
responsabilidad de nuestras vidas, como si ya no dependieran de nosotros. Es
decir, le entregamos el poder de decisión a otro. No puedo porque Maduro, no
puedo porque el gobierno, no puedo porque el país. La verdad, la vida es
nuestra y de nadie más. Nuestras decisiones, nuestro futuro. Irse. Quedarse.
Construir. Invertir. Salir adelante. En ningún lado es fácil, y requiere mucha
voluntad, y uno cambia unos obstáculos por otros. Es cuestión de cómo
te preparas para asumirlos. Son todos distintos, pero están ahí igual.
No estoy preparada para irme. Todavía no.
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