Día 6: Un Derecho de Admisión

Disco del Día 6: Sgt. Pepper and the Lonely Hearts Club Band

Mi mamá decía que uno no se podía colear en las fiestas porque "uno no va donde no lo invitan." Siempre me gustó esa sentencia orgullosa, con un deje de superioridad estilo "allá ellos, que no requirieron mi presencia." Además a uno, muy típico de la cultura machista en la que vivimos, le inculcaron que las mujeres no se colean. Eso es más de hombres, aunque tampoco es que sea una virtud. Pero sí hay cierto permiso, porque el varón que no se coleó en una fiesta de chamo, era visto como demasiado bueno. Hasta gafo pues.


Yo fui buena niña. Jamás me colee. Pero como todo en esta vida siempre hay una primera vez. Hace unos siete años estaba un sábado en mi casa. Esos sábados en los que uno está solo, aburrido. Las horas pasan y sientes que ya viste toda la televisión, leíste todos los libros, hablaste con todos los amigos. Es un conato de crisis existencial. O haces algo o puedes caer en una adicción o tener un acceso de locura de esos que te llevan a rayar paredes o hacerte cortes en los brazos. Así que llamé a un amigo. A Juan. Nos pusimos hablar de todo y comentamos que esa noche había un matrimonio en Caracas, de esos a los que mucha gente le da curiosidad ir, pero poca gente estaba invitada. Recordé las tarjetas de invitación en la sala de mi casa. Mi papá y mi mamá estaban invitados, pero estaban de viaje.


No tuvimos ni que decirlo. "Me voy a vestir" le dije, me pasas buscando a las diez más o menos. "Perfecto." Llegamos a la conclusión de que si nos rebotaban en la puerta iríamos al Tamanaco. Siempre hay un matrimonio en el Tamanaco al que uno puede entrar y saludar a la novia con cara de "amiga, pero si hicimos juntas el corte de repujado." Al rato llamó otra amiga sin plan, entonces recordé que una de mis hermanas también estaba invitada al enlace capitalino y tampoco iría, por razones personales. Listo. Éramos tres.


Salimos ataviados, perfumados, tarjetas en mano y unas excusas fatales para los encargados de seguridad que por alguna razón que no entiendo, no nos pidieron la cédula. Tampoco sé cómo no sospecharon, si Juan y Yo éramos el Sr. y la Sra. y mi amiga, en teoría era la hija, cómo es que había tan poca diferencia de edad y ningún tipo de parecido físico. Me imagino que pensaron que era una prima lejana o algo así. Lo cierto es que pasamos.


No voy a decir de quién era el matrimonio, pero fue uno de esos eventos que uno no entiende por qué se dio. Era un salón de fiestas enorme que estaba vacío. Era como el cementerio del matrimonio opulento. Mesas, decoración de techo a piso, adornos de flores gigantes, y una que otra persona aquí y allá. Inmediatamente me dio como una sensación de vergüenza. En realidad a mí no me habían invitado para que viera aquello. Me dio dolor por la novia y el esmero que había puesto en su fiesta y lo que habría gastado. Era una verdadera lástima.


Justo en ese momento empezó a tocar un grupo de música y por supuesto nadie salió a bailar. Nos buscamos una mesa en el fondo del salón. Casi, casi la mesa de los músicos. Donde nadie nos viera. Empezamos a empujar champaña y pasapalos que estaban calculados para cinco veces más la cantidad de gente que había allí y por supuesto la pena que teníamos al principio se pasó rápido. Nos conseguimos una amiga que llegó con un Bailey´s en la mano. Nos provocó. Así que salimos a pescar el trago cuando nos dimos de frente con una tremenda mesa de sushi.


Para el que ama el sushi comerlo es una necesidad. Uno agarra así sea la bandeja de supermercado que uno sabe que tiene un wasabi que no tiene ningún sabor y el color del atún así como triste. Pero igual uno se lo come. En este caso era como tener la puerta abierta al paraíso del sushi para uno sólo. Había de todo y te hacían en el momento el roll que quisieras. Yo me imagino que con la poca gente que había ya habían divisado que éramos polizontes en aquel barco matrimonial. Pero ya no pensé en eso. Yo sólo pensaba en los palitos y en la salsa soya y en el banquete que me iba a dar. A Juan le pasó lo mismo.


Nos servimos un plato épico. No es que era un plato grande. Eran dos platos colosales, una montaña de roles, de sashimi, de arroz. Era una exageración, una vergüenza, una pena, un desperdicio, una burla. Era el colmo del invitado coleado. Después de eso lo único que quedaba era terminar de agarrar una pea y montarse en la tarima y gritarle a una tía cosas por el micrófono, algo así como "daaa seeeniiora del vestido dooodaadoo. Sí tú. Ven a baiiidaarrr chica."


Juan y yo cruzábamos el salón de regreso a nuestra mesa apartada. Salivábamos como lobos. Aquí y allá una vieja demasiado arreglada para un matrimonio tan apagado. Las amigas del cortejo tratando de animar el bonche, pero nada. En eso escucho detrás de mí:


- ¡Juan! ¿Qué haces tú aquí?


Me volteó y allí estaba. La novia. Con un vestido imponente. Ancho. Con su tocado. Su maquillado profesional. Sus quilos de laca. Y su mirada, de bueno, así es la vida, viendo a Juan con una expresión de sorpresa, que no pude leer si era de "al menos alguien vino" o de "a ti no te enseñado que uno no va donde lo invitan." Nos quedamos helados. Yo la miraba de arriba abajo y veía a Juan que se quedó petrificado, hasta que soltó, como si no pudiera contenerlo más tiempo,


- Yo vine con ella. - Y me señaló a mí. La que hasta el sol de hoy será la que recuerdan como la "tipa aquella que tenía dos platos de sushi en la mano que eran el colmo de la mala educación." Sí. Me señaló a mí. Me culpó a mí. Además con el cara de "vine porqué esto me sale más barato que Bonsai." La mujer se quedó viéndome. Esperando algo de mí. Una aclaratoria por supuesto. Yo soy la hija de…yo soy la prima de…yo estudié quinto grado con tu esposo. Nada. Hice lo que uno hace cuando lo agarran infraganti. Me creí mi mentira. Me di por invitada.


Le di un plato a Juan. Me acerqué a la novia, le planté tremendo beso, tremendo abrazo y un "felicitaaaciooooonneeeeessssss. Estáassss beeellaaaa." De esos de tercer año de bachillerato. Con voz chillona y todo. Me di media vuelta, le pelé los ojos a Juan y seguimos hasta nuestra mesa.


- Coño de tu madre. Me delataste.


- Perdón. Es que no me salió más nada.


No comimos. Por más que nuestra amiga que si estaba invitada insistió ya no nos podíamos quedar. Yo sentía que en cualquier momento venía seguridad a escoltarnos hasta la salida, con un "por favor si es tan amable." Mientras nos acercábamos a la puerta escuchamos a alguien gritar por el micrófono "los novios a la tarima ¡ya!" No había nadie en la pista y me imagino que los novios no querrían acercarse a la tarima, por pena, por sentir que era más dingo bailar en el baño o en la sala de la casa a lo Tom Cruise en Risky Business. Igual y en el fondo en ese momento hubiésemos sido invitados, pero ya no daba para más. Nos sentíamos unos delincuentes. Eso pasa cuando uno es demasiado decente. Cualquier pendejada parece una transgresión.


Nos montamos en el carro. No fuimos al Tamanaco. Creo que terminamos en una arepera. Yo sólo espero que si algún día vuelvo a ver a esa novia no sea en un restaurante de sushi. No creo que se acuerde de mi cara. Pero el plato, eso sí que era memorable.

Comentarios

Entradas populares de este blog

¿Cómo se pide el empate?

¿Ver Luis Miguel? ¿Qué cosas dices pisha?

Soy desordenada ¡Qué carajo!