Día 5: Un Diente de Leche


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El día en que perdías un diente era emocionante a más no poder. Uno tenía ya cierto tiempo con el elemento que se mecía hacia adelante y hacia atrás. No dolía, pero era una sensación extraña. Un cosquilleo. Sabías que algo no estaba bien, pero no estaba mal tampoco. Y además uno ansiaba verse al espejo y tener esa sonrisa de elementos ausentes como ya otros amigos la tenían. Ni hablar del Ratón Pérez. La emoción iba en crescendo y de vez en cuando uno pedía algún consejo para ayudarlo a salir más rápido. Entonces siempre llegaba algún adulto con un cuento de terror, como el hermano que le pegó un puño y sacó no sólo el diente flojo, sino otros dos que se fueron de retruque y trajeron como bono un ojo morado. El famoso de amarrar un hilito al diente y atar el otro extremo a una puerta y cerrarla de golpe. ¿Alguien ha hecho eso o es una leyenda urbana? Según mi papá él lo hizo. También estaba el cuento de horror, de la prima de no sé quién que se había perdido el diente mientras dormía y se lo había tragado. Después siempre llegaba un niño salvaje a decir que lo habían encontrado escarbando en las heces. La infancia a veces produce unas imágenes que van más allá de cualquier etiqueta. Uno temía. Temía por su diente.


Además el diente significaba un evento muy importante. Era un encuentro con el personaje más esperado de la vida junto al Niño Jesús y Santa Claus. El Ratón Pérez. Yo siempre me lo imaginé muy ratón. Nada de un ratón vestido de boy scout con lentes. Tampoco era que me imaginaba una rata de cañería. Sino más bien un ratoncito simpático, de otro mundo, interesado por los dientes pero nunca me imaginé para qué. Tal vez los descomponía y vendía las partes. A lo mejor el tipo es el Bill Gates de las criaturas fantásticas. Vende el esmalte, el calcio y el resto lo vende a la fábrica que hace las capas de los superhéroes, los leggins de Superman, del Hombre Araña, Linterna Verde y todo el combo. Lo cierto es que el Ratón Pérez le simplificaba la vida a todo el mundo. Nada de listas, ni de exámenes de conciencia, a lo mejor le habías tirado la sopa en la cara a tu mamá, te habían botado del colegio por tres días y le habías dejado tres arañazos en la cara a una niña de tu salón. Si perdías el diente, te ganabas tu plata. Punto. Era un tema netamente comercial. Tú tenías una mercancía y el animal la iba a comprar.


Los economistas deberían usar la figura del Ratón Pérez para medir la inflación. Cuando a mí me tocó poner mis dientes nos dejaban un fuerte. Ahora, que un niño de nueve años anda con Blackberry me imagino que Ratón dejará un cheque de gerencia, un sueldo casi. Claro que los dientes son valiosos, y como todo uno no les reconoce su valor hasta que por algo te hacen sufrir. Hasta que tienes que poner un pie en la oficina del dentista y escuchar las palabras, tratamiento de conducto o ir de farmacia en farmacia mendigando algo que te quite el dolor de muela. Además uno se olvida de el trago amargo que fue dejar esa boca de encías desnudas que se llenaron de punticos blancos. De eso me di cuenta ahora que soy mamá. No puedo creer lo doloroso que es. El diente, afilado como un cuchillo, rompe la encía y se abre paso para instalarse hasta que llegue el momento de caer. Pero a veces es mejor saber que el valor de las cosas no está relacionado con cuanto cuestan a nivel monetario. Hay cosas que a lo mejor no se cotizan en la bolsa, que no tienen mercado, que no sirven para venderse, pero que son las que más valen.


Además el proceso de perder los dientes y esperar a que salgan los nuevos está cargado de significado. Porque a veces la vida es así. El amor, sale, duele y así un día, a veces con un golpe, otras lentamente, se cae y ya no es parte de ti. Sangras un poco. A lo mejor entras en pánico, porque la sangre siempre produce algo de terror. Te ves al espejo y tu reflejo ya no es el mismo. Algo ha cambiado y pareciera que es para siempre, porque al día siguiente te ves y sigues igual. Pareciera que el otro diente que tiene salir a reemplazar a su antecesor se toma demasiado tiempo en salir. Uno se desespera. Pero un día. Un día que a lo largo de la vida olvidas, te asomas y allí está. Y vuelves a empezar. Arrancas con tus dientes nuevo desde cero. Pero ojo, el hecho de que ya no sean de leche no quiere decir que no se pueden caer.


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