Día 2: Una Patilla Suicida


En el 2004 regresé a Caracas recién divorciada y en plena crisis de los veinticinco. Para mí esa edad fue particularmente difícil, no sólo por los motivos obvios, un divorcio es algo terrible aunque cada vez más la gente lo vea como la primera comunión o hasta el manicure. Yo había sido rellenita toda mi vida. De hecho en mi adolescencia fui gorda, obesa, me declaro Mónica de Friends y por ahí tengo alguna foto para demostrarlo cuando me lanzan un "estás exagerando, la cosa no era así." En todo caso, yo llegué a Venezuela con la brújula rota y el corazón en estado de shock.


Sucede que es justo cuando estás a punto de declararte en bancarrota existencial que Dios y la vida te muestran las luces hasta la salida de emergencia, y encuentras el chaleco salvavidas debajo de tu asiento. En mi caso la voz no vino del cielo sino de la boca de mi hermana que me dijo "¿Te gustaría irte a Egipto con nosotros?" Dos palabras "Fuck yeah!" Egipto. Para una nerd, recién graduada de Historia del Arte como yo era la gloria, para la despechada era una oportunidad de despeje, para la recién estrenada soltera era el propio momento de ver si mi siguiente historia de amor sería abordo de un crucero y para mi barriga (que en ese momento no lo sabía) sería la oportunidad de probar la patilla suicida.


Desde el comienzo las cosas no fueron convencionales. El grupo de viaje era mi hermana, su exesposo y los dos hijos de ambos. Suena bastante normal, el detalle está en que para ese entonces ya estaban separados, divorciados, cicatrices sanadas, eran amigos de nuevo. El viaje se había dado porque mi hermana quería estar con sus chamos en diciembre y mi cuñado, que es adorado (Modern Family es un chiste al lado de mi familia) le dijo "pana vente con nosotros" y lo mismo a mí cuando manifesté no tanto interés, sino necesidad de pegarme al plan.


El viaje lo conseguimos a través del portal Francés FNAC, compramos los pasajes aparte y así nos ahorramos unos cuantos churupos. Claro, que era un tour de puros franceses. Es decir todo era francés, el guía, las explicaciones, los compañeros. Los únicos tercermundistas allí éramos nosotros. Apenas llegamos a Luxor y vimos al resto de nuestro grupo, el Scaramouche 4, yo pensé que aquello había sido una idea terrible. Si por mala suerte algunos extremistas furiosos tomaban como rehén el barco, en el que había otros cincuenta y tantos franceses de grupos varios, seguramente la Unión Europea iba a sacar a todo el mundo menos a la bazofia latinoamericana. Vamos a estar claros, en este mundo el pasaporte cuenta. No es lo mismo la manifestación en Paris que en Caracas. Nos duela. Nos pese. Nos de piquiña. Igualdad my ass!


La verdad es que nuestro grupo terminó siendo un bacilón. Al principio pensamos que nadie iba a querer entablar amistad con los venezolanos raros y que nos iban a odiar. Mi cuñado se la pasaba traduciendo todo lo que decían para que mis sobrinos entendieran, y no creo que eso nos hiciera populares al comienzo. Además, estábamos los cinco como en cambote, y en el primer encuentro no nos mostramos demasiado sociables. Pero si alguien me conoce sabrá que yo no aguanto demasiado para hablar y que soy capaz de hacer amistad con quien sea. Cuento corto, terminé pana de un francés (Olivier, si estás leyendo esto hace años que no hablamos, estás perdido) y al final estuve casi que más con él y su amigo Pierre que con mi hermana.


Egipto fue un espectáculo. El arte. La historia. La cultura. Si este blog fuera un poco más serio me pasaría un rato hablando del templo de Luxor, la Paleta de Narmera, Abu Simbel y la excursión al templo de Hatshepsut. Pero como no es así, sólo les voy a decir que ese viaje es uno que hay que hacer. La belleza es insólita. Otra cosa que nos gustó mucho fue visitar los suk de las distintas ciudades. En el Cairo me tomé una foto en en la mesa donde está la placa que explica que allí se sentaba Nahguib Mahfuz, premio Nobel de Literatura Egipcio y por supuesto me echaron broma "algún día Clarín, dirán que otra Nobel se sentó aquí." Típico chiste de los familiares que te quieren hasta la mentira.


Sin embargo, algo peculiar de los viajes a esos lugares remotos y de cultura tan extraña a la nuestra es la comida. Al principio parece una frivolidad, un detalle sin importancia y algo a lo que no habría que prestarle demasiada atención. Yo no lo hice. No llevé sino unas tres o cuatro trufas de chocolate que había comprado en el aeropuerto y que no me atrevía a comerme por un detalle muy particular. En ese momento de mi vida yo estaba atravesando un episodio de anorexia. Pesaba menos de 43 kilos y mi dieta se limitaba a café, agua, vino, ensalada capressa o carpaccio y frutas. Lo demás me parecía un lujo que mi cuerpo no se podía dar. Mi cuñado, que tenía más experiencia que yo, sí se había preparado y había llevado queso. Pero tampoco era que le podía rumbear el queso al señor, y no entraba en mi dieta. Yo comía porque una voz en mi cerebro me ordenaba, "algo hay que meterle a la máquina para que funcione", pero no porque tuviera hambre como una persona normal.


Antes de la primera comida nos hablaron sobre el cuidado que deberíamos tener al comer durante el viaje. Nada de vegetales, ni ensaladas, nada crudo, recuerdo además el tip "nada de tomar cerveza y salir a tomar sol, puede ser muy peligroso." Me provocaba decirle al guía, "amigo, yo a usted le voy a presentar un lugar llamado Playa Grande en el pueblo de Choroní, y en temporada baja, que la alta ni para qué, así usted ve lo que es cerveza y sol". Pobres franceses con sus pieles blancas y sus ojos claros, más de uno dejó el alma vomitando después de haberse lavado los dientes con el agua que salía del chorro del lavamanos del baño del camarote que olía a camaronero retirado.


Fieles a la política de evitar demandas millonarias, en el barco la comida era cocida hasta más no poder. Las piedras que tiran los encapuchados en la UCV no tienen nada que envidiarle a las pechugas de pollo que nos sirvieron y ni hablar de los medallones de algo que me imagino quiso ser lomito, esos hubiesen estado perfectos para una propaganda de zapatos pavosos que aman en la publicidad actual venezolana. Y yo sé que suena a sifrina perdida que se queja de su viaje a Egipto, lo juro que no es una queja, es una experiencia. En cada comida servían una salsa blanca, que nunca pudimos descifrar cuál era su composición, que servía como sopa, como avena, para cubrir las carnes o para acompañarlas. Era una cosa que sencillamente parecía estar ahí para que tu imaginaras lo que querías que fuera.


Claro que, como buen país del tercer mundo esos egipcios no dejaron de estirar la liga, y cuando caminé de arriba a abajo frente al buffet, allí los conseguí. Frutas y vegetales. Viéndome. Desafiándome. "Entonces pendeja. ¿De verdad vas a engordar o prefieres comernos y ver si sobrevivies?" Además se veía que habían sido manoseados hasta el cansancio, los melones en bolita, los tomates en forma de rosas, la lechuga cortadita en tiritas, piña en forma de corazón, palitos de zanahoria, algo blanco en cubitos que jamás supe qué era, gajitos de naranja y trocitos de patilla suicidas. Todos suicidas.


Y yo. Primero muerta que sencilla, me los comí. Me los comí todos. Mi hermana hizo lo mismo. Ella porque es sana en general y no tenía ganas de comer suela de zapatos, aunque al final se la comió y de hecho le gustó bastante. "No está nada mal vale." La primera noche no pegamos el ojo esperando el golpe funesto del intestino. Nada. El segundo día llevamos papel extra para la excursión, porque los cuentos de diarrea en lugares de baño público son siempre comiquísimos, dos años después de que ocurren y uno se olvida. Nada. El tercer día. Nada. El cuarto día. Tampoco. El quinto día, nos compramos una botella de vino y agarramos una pea en el techo del barco. Nada. El sexto día mis sobrinos se tiraron a la piscina del barco ante la mirada de asco y estupefacción de los franceses, que seguramente buscaron en sus teléfonos inteligentes los números de aeroambulancias que hicieran el trayecto entre el norte de África y Europa. El séptimo, comimos en la calle, una baklavas de coco gloriosas y un chawarma descomunal, en mi mente hay una palabra árabe para "asquerosito" y en El Cairo los baquianos la usan para referirse a ese sánduche que nos metimos (mi placer culposo del mes y boté la mitad, debo confesar). Del octavo al onceavo día, seguimos cómo si nada. Ya el doceavo, el último, me serví la fruta, me senté a la mesa, y antes de comerme el primer bocado la miré fijamente, la olí y no pude evitar reconocerlo. Le dije a mi hermana, "coño, pana, este viaje es demasiado tripa, pero esta fruta está podrida."


Y sí. Estaba podrida. La patilla estaba como aterciopelada y el melón ya no podía de lo dulce y pastoso, y la naranja tenía ese acidito como rancio que hace que uno diga "coño qué chimbo esto se pasó." Bueno así. La fruta que me había comido durante doce días era fruta podrida. ¿Por qué no había fresca? No sé. Así es el tercer mundo. Nada fluye. Nada se puede. Y muchísimo menos se explica.



Habíamos apostado que regresábamos de allá con kilos menos por la diarrea. Mi hermana me decía a forma de broma "coño yo contaba con eso para peder unos kilitos de diciembre." Pero así habremos tragado mierda en la Ciudad de la Furia que ni la Patilla Suicida pudo con nuestros estómagos.



Comentarios

Isa ha dicho que…
Confieso que me dio demasiado asco el final, jaja pero morí de la risa a lo largo del post.

No me cabe en la cabeza que el FNAC haya organizado un tour con semejante hospedaje. Menos mal que uno es venezolano y se tripea todo ;)
Clara Machado ha dicho que…
Chama. Te lo juro que sí. Me da pena quejarme. Pero sabes cuando pones los pies en una alfombra y dices...pana, esto no lo pisa ni un tigre...bueno así. jajaja.
Anónimo ha dicho que…
«primero muerta que sencilla» jaja...

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