¡Basta!

Hace un par de años iba con mi hermana por la cotamil y casi llegando a la salida de Terrazas del Ávila vimos una moto de tránsito en el hombrillo y dos funcionarios mirando el suelo. Casi por instinto hicimos lo que no se debe hacer, lamentablemente, en estos casos que es reducir la marcha. Nos fuimos acercando y ahí lo vimos, tirado boca bajo un cadáver desnudo, que los funcionarios habían cubierto con un plástico transparente. Contuvimos el aliento y seguimos. Lo contamos al llegar a nuestro destino, un poco para librarnos de la carga de aquella imagen grotesca. Pero al rato descubrí con gran desilusión que no era algo que nos impresionara, ni que nos sacara de la rutina, más allá de algunos momentos de reflexión, de imaginación desbordada pensando qué le habría podido pasar a aquel hombre para encontrar la muerte de manera tan grotesca e indigna, más allá de la paranoia, no nos llegó más nada. Una oración por él y por nosotros. Eso fue todo. Y lo mismo a nuestros interlocutores. Nadie se sorprendió más allá de la expresión de asombro y la señal de la Cruz.


Es que la muerte ya no impresiona. No porque sea parte de la vida, destino inevitable de todos. No es su cara natural. Es su cara violenta, abyecta, cruel, cegadora, a la que nos hemos acostumbrado. La muerte ahora es una cifra que sale en las páginas de los periódicos, a veces escondida en el cuerpo de sucesos y de vez en cuando en la tapa.


No somos policías, ni militares, ni carceleros, ni guardaespaldas, entonces hacemos lo que podemos. Cerrar seguros. Subir vidrios. Montar rejas. Guardar celulares. Escondernos de noche, bajo las sábanas más gruesas que tenemos rogando que no nos toque. Rogando ser la excepción a esa regla maldita que jamás accedimos a cumplir, y que aunque creemos saber por qué nos metieron en el juego, no lo entendemos del todo.


Yo no dejo de pensar en lo abyecto de las conversaciones y los titulares que mencionan la cifra de muertos que hay semanalmente. Como si fuese ya un índice económico. Señores, la bolsa cerró a tanto, y el índice de cadáveres bajó dos puntos en comparación con la semana pasada. Lo que para algunos significará que tal vez haya una esperanza, porque siempre hay una esperanza, de que vamos a ir de funesto para fatal. Siempre trato de imaginar esos muertos. Esas vidas que se apagaron. Algunas serían buenas, otras malas, tal vez la mayoría regulares, como al final somos todos. Con nuestras virtudes, nuestros defectos, nuestros talentos, nuestras torpezas, todos con nuestras metas, absurdas algunas, inalcanzables otras. Al final sólo somos hombres y mujeres viviendo entre esperanza y desengaño. Todos con pendiendo del hilo del siguiente latido del corazón para seguir aquí, intentando alcanzar cada quién su horizonte. Porque uno siempre está en busca de algo que no llega. Hasta que el fin fatal se presenta.


Y no dejo de pensar que es mentira que seamos todos iguales, pero algo sí es verdad y es que todos tenemos en común que alguna vez estuvimos vivos. Yo escucho los titulares y siempre me siento del otro lado de la noticia. Mis manos limpias y blancas no tienen nada que allí, pero la verdad es que eso no tal vez no sea del todo cierto, pues tengo una voz y debo decir que la he usado para muchas cosas, pero no para decir algo en contra de la violencia.


Siempre me he creído una inocente. Siempre. Hasta que vi a ese hombre de cara contra el suelo. Desnudo. Desvalido. Sin ninguna posibilidad de defenderse, a merced de los vivos que harían de él lo que más les conviniera para seguir sus propias vidas. Desde los funcionarios de tránsito hasta las dos hermanas que pasaron de largo. Actitud que tal vez haya sido la inteligente, la adecuada, pero necesariamente la irreprochable.


Entonces la verdad, es que no sé si la inocencia es algo que conservo o que ya perdí para siempre. Si es que alguna vez lo fui. Hace un par de días un niño se sentó cerca del presidente y le dijo que a su hermano lo habían matado. Yo recuerdo su carita, sus ojos, su figura aún infantil, pero sus palabras tan faltas de niñez. Pensé en la pelota que debería tener frente a él, y no ese dolor en su rostro. No esa ausencia, esa melancolía, ese desasosiego. Tan adulto. Tan desprovisto de la luz que debe tener un ser humano a esa edad. Y juro que algo en mí se murió. O al menos comenzó a morir.


No sé si es tarde para salvar la capacidad de asombro, pero sí entendí ese día que no es tarde para salvar la otredad, la capacidad de ponerse en los pies del otro. No es tarde para salvar ese sentimiento de empatía, de caridad por el que ha sufrido y no nada más la paranoia y el miedo. Nos están matando, pero somos más los que estamos vivos. Hay que volver a la vida. Hay que respirar y patear, y llorar como el primer día. Creo que ha llegado el momento de darse cuenta que no hay excusas para el silencio. No sé cómo, pero hay que buscar una forma de alzar la voz y decir ¡basta!

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