Escasean también ética y valores
Vivimos
en la Venezuela en que una minoría de empujones, coleones, agresivos, groseros,
desorientados morales, nos quieren convencer de que los valores son cosas de
pendejos, o peor, cosas del pasado. El que es honesto es poco menos que un
idiota, o un idealista, soñador, que no sabe dónde está parado, que no tiene
ambiciones.
Yo
le he dedicado mucha reflexión a esto. Es más, he intentado escribir esto
durante meses. Me ha costado empezar. No es fácil. Porque el robo y el saqueo,
se han vuelto como el cáncer. Pareciera que todos conocemos a alguien que de
una forma u otra se ha ensuciado las manos. Reconozco que hubo un momento en lo
sentía ajeno a mí. En que o no me llegaba tan cerca, o sinceramente sentía que
“el gobierno” era algo abstracto. No entendía, porque no es fácil imaginarse
las arcas del gobierno, las reservas, porque es algo que para uno que no está
metido, ni jamás ha estado metido en la administración pública es abstracto.
Entonces
un día me puse a pensar, y la verdad me sentí tonta, porque es realmente
sencillo. El dinero no es del gobierno, es nuestro. Nuestro. Tuyo, mío, de todo
el que se ha nacionalizado, se ha hecho residente, el gobierno es un simple
administrador. De modo que aquí la primera expropiación la hizo el que pensó
que el cargo de presidente y el título de jefe de gobierno hacía de ese dinero
suyo, que podía disponer de él, sin más remordimiento ni responsabilidad hacia
nosotros, sino hacia objetivos y proyectos personales y de su partido. Me
atrevo a decir, que este mal es anterior a Chávez, y que por eso a muchos no
les pareció tan malo cuando este hizo lo mismo, de forma mucho más exagerada,
atropellada, y con objetivos que nada tenían que ver el mundo utópico que le
pintó a quienes cayeron en la trampa de pensar que los santos existen y que se
les puede poner la banda de presidente para que salven un país, un continente,
y aparentemente la galaxia y sus alrededores.
Quienes
han participado de esto, o quienes se dejan llevar por la complicidad, no se
dan cuenta que tan malo como quienes activamente trabajan por resquebrajar la
sociedad, es la complicidad con quienes lo hacen o los ayudan de forma
indirecta. Es duro. Pero no, lamentablemente llega un punto en el que hay que
demostrarle a la gente que la tolerancia y la complicidad son cosas distintas.
Sí, llega un punto en que si tratas al ladrón como si no lo fuera, estás
pisando terreno minado.
No
digo que uno tiene que convertirse en un justiciero desaforado. No. Mecanismos
hay, y muchas veces entre la justicia y la vida se encargan de ello. Sin
embargo, uno pone sus límites y marca las distancias necesarias. Porque la
verdad es que si uno tiene consciencia no hay otra forma de vivir. No es que no
te sientas a la mesa con un ladrón porque quieres que se sienta mal, es porque
tú te sientes mal si lo haces. No es que quieres, ni que debas hacerle una
grosería, es que primero tienes que respetarte a ti mismo, ser honesto contigo
mismo. De eso se trata defender los principios.
En
estos días un amigo como contaba cómo una vez más había sido víctima del hampa.
Triste, cansado, pero sobre todo harto, con ganas de hacer algo, de decir algo,
de expresar ese sentimiento más que de recuperar lo perdido, la impotencia de
tener que callar frente a la violación y la vulnerabilidad, pero teniendo que
soportar palabras necias de, pero ha podido ser peor, da gracias, ¿gracias? entonces
le comenté, ¿qué harías si te encontraras aquí al malandro? Si entrara por esa
puerta y se sentara aquí a compartir, yo te dijera que es mi amigo, que lo
conozco desde hace mucho tiempo, que por favor no te vayas, que lo entiendas,
que dentro de todo no es una mala persona, que si no te hubiera robado él, te
lo roba otro. Incluso él saca el teléfono que te robó, llama a sus amigos, te
lo enseña, se pavonea con él, ahora él tiene un teléfono inteligente que tú has
trabajado para pagar, tú te quedaste sin nada, pero yo insisto, no tienes
pruebas en realidad, ¿estás seguro que fue él? ¿cómo sabes que fue él?. Seguro te
molestas, le digo, y él alza las cejas y hace un gesto de que le estoy diciendo
algo obvio, como mínimo, pero yo insisto, y al final te digo que mira, que yo
no soy Dios, no soy quien para juzgar, que hay que entender y que como ya te
dije, no tienes pruebas, y que sólo porque te robó no puedo dejar de ser su
amiga. Me pregunto qué terminaría pasando. Nos quedamos en silencio. Un
silencio triste y casi asqueroso, porque los dos conocemos a gente que nos ha
dicho más o menos lo mismo. Sorbemos el café. Y finalmente él me dice, la
verdad, yo me iría, yo me parararía y me iría, y sé que tú también, y si no lo
hago, sentiría una tristeza muy grande. ¿Ya la has sentido verdad? Sí, le
pregunto, ¿es incluso más grande a la que sentiste cuando te robaron verdad?
Igual o peor no sé, tristeza al fin.
Y lo
habíamos dicho no hay diferencia entre el malandro de moto y el que roba desde una mesa con whisky no sé
qué tantos años en la mesa, el que cobra una comisión, el que tiene un pana,
que tiene un pana, el que tiene un negocito chévere, el que sólo lo va a hacer
una vez, el que no sabe pero sí sabe porque tú sabes, finalmente, no importa si
era del fondo para la mujer indígena que todos sabemos que jamás iba a llegar
más allá de la periferia de Caracas, de una forma u otra es un malandro que nos
robó a todos. Se llevó plata nuestra. Y punto.
Me robó. Te robó. ¿qué hacemos? ¿Sonreímos y ya?
Es
más sencillo de lo que parece. La respuesta es obvia. Una cosa es ser tolerante
y otra pendejo y lo cortés no quita lo valiente. Y no los llaman valores por
casualidad, sino porque a la hora de la verdad cuesta, cuentan mucho, pero
vivir sin ellos cuesta mucho más, y si no basta saborear un día de atropello en
esta ciudad, en la que escasean mucha cosas sobre todo ética y valores.
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