Algunas notas sobre el día de ayer
Creo
que pocas veces me ha costado tanto un post. Veo clarito lo que quiero decir.
Reconstruyo las escenas en mi memoria de forma tan vívida que digo que lo voy a
guardar para un cuento o una novela. Luego me siento y todo se confunde. Vi
demasiadas cosas. Me duele la cabeza. No funcionan los analgésicos, ni los
ejercicios, ni la coca-cola. Nada. Me baño. Nada. Todo sigue siendo una maraña
de sentimientos muy fuertes.
Fue un
día duro. Durísimo. Me levanté pensado, tal vez en un par de horas todo se va a
derrumbar. Nos encontramos con unos amigos y fumándonos un cigarro para pasar
los nervios uno dice, tal vez esto sea como el cuento del lobo, tantas veces
nos dice que va a venir, nunca viene, a lo mejor se presenta. ¿Quién sabe? Es
la incertidumbre en su máxima expresión. No tenemos el control. Al menos no lo
de la situación. Pero si algo he aprendido de María Corina es que uno tiene el
control de sí mismo, y ya con eso lo lograste.
A veces
me duele mucho mi país. Me cansa y me harta. ¿Para qué voy a negarlo? Sería una
mentirosa si dijera que no he querido largarme de aquí. Es más, creo que esa
idea me pasa por la cabeza tres o cuatro veces al día. Pero ayer, vi tanto
coraje, tanta solidaridad, tanto apoyo, tanta convicción, tanta nobleza, que a
pesar del miedo y la angustia, la impotencia, la desolación también vi terminé
sintiendo esperanza y un amor por Venezuela como pocas veces lo he sentido.
Ciertamente
quien ha inspirado eso en mí es María Corina. Su temple. Su forma de
enfrentarse a todas estas pruebas. Siempre sonriente, valiente y honesta.
Siempre ha dicho lo que piensa, sin que le importe lo que digan o quién la
critique, siempre apoyando incluso a quienes no han sido del todo solidarios
hasta ahora. Ayer se presentó tanta gente allí, éramos pocos pero éramos tan
diferentes, que de pronto fue ver la Venezuela posible. Fue surreal.
Indescriptible. La gente gritando por las ventanas, acercándose, buscando el
abrazo de esperanza, queriendo demostrar y expresar esa fuerza que tenemos
reprimida. Las ganas de salir adelante. La preocupación por ella, la genuina
preocupación, un señor que nada tiene que ver con ella se acercó porque estaba
cerca y preguntó, como cuando tienes un primo en la clínica y llega uno de los
tíos a preguntar. ¿Ya salió? ¿Qué se sabe? Nos arropó una Fe tan grande. Algo respirable
y contagioso. Y de pronto me dije, somos más fuertes de lo que pensamos.
Ayer
pasó algo terrible. Y no voy a negar que al menos yo tengo miedo. Pero también
pasó algo maravilloso. Y no puedo ponerlo en cifras, ni en demasiados hechos,
tal vez en algo puntual. Había un piquete de la Guardia Nacional cuidado la
esquina de la Fiscalía que da hacia el edificio de El Universal. De vez en
cuando veía sus botas, sus escudos, sus zapatos negros. No puedo dejar de
pensar en esos muchachos. Quiénes son. Por qué están allí. No caigo en el juego
de demonizar gente. No puedo. No está en mí. No dejo de imaginarme sus vidas
diarias, sus problemas, y no dejo de pensar en cómo sería tomarme un café con
alguno de ellos. En un momento le vi la mano a uno y vi que tenía un anillo
plateado y asumí que era una alianza matrimonial. Me imaginé a su esposa. Me imaginé
la típica conversación, ¿qué hiciste hoy? ¿dónde estabas? Y me imaginé las
distintas consideraciones a la respuestas, cubriendo lo de María Corina
Machado. Me imaginé su propia cabeza sacando la conclusión de lo absurdo de
estar allí custodiando a ese grupo de gente cuando el país se cae a pedazos violentamente
en otros lados. Las infinitas posibilidades de cosas constructivas y
productivas que podrían estar haciendo en vez de estar ahí resguardando una
revolución caduca que ya no representa nada sino la permanencia en el poder de
un grupo de gente que carece de ideas. Que no tiene nada concreto salvo
quedarse ahí a como de lugar.
Me
imaginé los problemas domésticos, las conversaciones, los textos, ¿conseguiste
Harina Pan? Hay leche en tal parte. Conseguimos el repuesto pero llegó a tanto.
Las medicinas que no se consiguen, el miedo a la inseguridad, la incertidumbre frente
a cualquier plan que uno tenga en mente. La tragedia de este país, que el
sueldo no alcanza, que no hay futuro, que no queda otra que traicionarse a sí
mismo, que no pensar, que dejarse llevar, que asumir una consciencia y una
posición es un lujo que cada vez menos gente se puede dar. Que no es plausible
tener vida digna y hacer lo correcto, que ya no se trata de querer, de tener la
voluntad, que se dice demasiado fácil, pero ¿sabes cuántas personas te llevas
por delante? Que no sabes en realidad cuál es el mal mayor, ni el menor, que no
sabes a quién tienes que cumplirle, que el honor es tu divisa y la mía también,
pero está tan devaluada que con eso no comes. O peor, no sólo no comes, no
sobrevives. Todo ha sido una trampa. Estamos empantanados y no sabemos cómo
salir sin caerle a patadas a la reja, pero todos estamos demasiado cansados
para dar coces. Y además no somos burros y no queremos comprometer más la
dignidad, ni el respeto. Estamos sedientos de ello. De justicia, pero no de la
vengativa, sino de la que se apega al sentido común y a la equidad.
¿Y las aspiraciones
y ganas? ¿Quién eras la última vez que tenías un sueño? Te llamabas igual y
tenías el mismo número de cédula, pero no eras el mismo. Veías a la gente a la
cara a otra forma, y no asumías un papel sólo porque tus creencias o tu trabajo
te obligaban. No creías en demasiado tal vez y pensabas que no aspirabas a
mucho. Hoy te das cuenta que hasta lo más sencillo, lo más cotidiano se
convirtió en una ilusión y ya casi no te quedan deseos, sino quitarte la careta
y sentarse un rato a respirar y a dejar que el tiempo pase sin sentir que
mañana se te acaba el mundo.
Entonces
algo me dolió como no puedo explicarlo. Levanté la cara y lo miré a los ojos.
No es la primera vez que veo un Guardia Nacional a la cara. Es más ayer mismo otro
me vio y pensé “si pudiera me revienta la cara a peinillazos”. Yo no me engaño.
Pero este. Este tenía una mirada tan triste. Sus ojos eran un túnel, un pozo.
Vi a un ser humano derrotado, quebrado, vi la desesperanza, una especie de
solidaridad muda, vencida, dolida. Lo vi casi un minuto. Fue una comunión
extraña. Pasiva. Sórdida. De no haber estado su escudo entre él y yo lo habría
abrazado. De no haber existido una división de miedo y de verde militar, sé que
habríamos tenido otro tipo de encuentro. Finalmente me di la vuelta y me eché a
llorar. Vi la tragedia. La suya y la mía. Y no dejo de pensar que quizás haya
mucho más en su dolor que la simple tristeza de un país acabado. Que quizás
allí hay la historia de una vida que está rota.
Precisamente
si todo esto tiene un sentido es el de recuperar ese país que nos fue. No es el
país lo que hay que rescatar, no es el dólar, no son las alcaldías, ni la
presidencia, somos nosotros mismos. Nuestra Fé. Nuestra convicción. Nuestros
principios. Y eso lo ha demostrado María Corina. Ya no se trata de un proyecto
político o de una simpatía, sino de esa esperanza, de recuperar lo perdido,
pero no lo material, ni siquiera los años, sino esos pedazos de humanidad que
se nos fueron cayendo. El honor. La fortaleza. El coraje. Las ganas. La Fe. La
fuerza de pararte por la mañana y decirte que el nuevo día vale la pena. Que tu
país vale la pena. Que pasar cada obstáculo, que enfrentarte a cada prueba, que
los giros abruptos del camino se pasan y que forman parte de un propósito, de
un plan de vida que no es viable sin Venezuela. Que no estamos solos. Que no
somos los únicos. Que no importa cómo te llames, ni cómo pienses, ni qué que
quieras decir, si es que quieres decir algo, que lo importa es que seas libre
para decirlo, para pensarlo, para actuar como tu consciencia te lo dicte. Que
somos mucho más que un país petrolero, que es mentira que somos flojos y
cómodos, que tal vez tenemos defectos, pero que en general somos nobles. Que el
heroísmo no son actos temerarios, sino apuestas más bien sencillas, la cara y
la verdad por delante. Decir lo que sientes, sin medir a quienes gustará, sino
porque así lo crees. Mirar a la gente a la cara y reconocer su valía, más allá
de atuendos e ideas.
Yo le
doy gracias a María Corina por su valor y por su esfuerzo, y a quienes no han
dejado de creer. A quienes han puesto las diferencias de lado y se han
solidarizado. La solidaridad es la expresión más bella del ser humano, y hemos
demostrado cómo aquí sobra. Somos gente noble y luchadora y ya es hora que
comencemos a creernos lo bueno que tenemos. Como diría María Corina, somos
mayoría, no los que pensamos igual, los que queremos encontrarnos y recuperar
los valores perdidos.
Comentarios