Los Héroes

Son tantas las horas que pienso en la inmensidad de cosas que quiero, que tengo que decir sobre este país dañado. Son tantas las historias. Las vidas rotas. Los ojos tristes. Las calles llenas de basura y miedo. Somos una manada de almas que están viviendo en plena estampida, pero corremos en silencio. No es que no nos duela, no es que no nos importe. Es que queremos gritar, pero no sabemos qué, ni dónde hacerlo, ni a quién, ni cómo. Es como si el libreto fuese tan largo, la trama tan complicada, las implicaciones tan delicadas, que las palabras nos hunden, parados sobre ellas como si estuviésemos sobre arenas movedizas. Es que también hemos aprendido, entre tantas cosas estos quince años, a que cualquier cosa que digamos puede ser usada en nuestra contra.

No ha quedado más remedio que intentar seguir adelante. No ha quedado más remedio que olvidar que cada bocanada de aire que entra a nuestros pulmones es la suerte del que ha sobrevivido a una cantidad de obstáculos, que hemos preferido dejar de ver para que sobreviva también la lucidez. Nadie quiere declararse un héroe. Ni el soldado, ni el prócer que está pintado en el cuadro, ni el santo, al final del día. 

Seguimos una especie de rutina en la que no pensamos qué somos, pero sí qué fuimos. Qué habíamos nacido para ser. Tratamos de olvidar que somos un país marcado y roto. Tratamos de no pensar que al pasar de algunas horas otras vidas quedarán rotas y marcadas para siempre. Buscamos una sonrisa y comentario que nos haga evadir una vez más. Llega el mundial y vemos las banderas, los colores, los gritos, los balones y nos sumimos en otro espacio, porque es necesario buscar otro tipo de gritos y de retos para no hundirse en la tragedia propia y en la falta total de identidad.

Se van los días. Los meses. Sale el sol y por la tarde se va a luz, y aún no termino de entender cómo vine a parar en este embrollo. Si soy parte de algo, o si ya no soy parte de nada. A veces quisiera que las cosas cambiaran de repente. A veces sueño que hay un futuro. Otras quiero sentarme en la acera a ver la desespración pasar. A rendirme. A entregar las armas. No armas de muerte, sino de vida. ¿Qué voy a hacer con tanta vida y tan poco camino? No sé.

Entonces toca empezar de nuevo. Me acerco a la cotidianidad y veo la gente seguir su vida. Aislada en su mundo. Presa de una anomia que es tan aguda. Es entonces cuando me doy cuenta lo muertos que estamos. Estamos tan muertos que ni sabemos que nos han matado. Pides una mano, para algo tan sencillo como una cena de profesores en un colegio y de la capital y la gente ya ni quiere. La comodidad, el resentimiento, la apatía, la flojera. Cierran la puerta de sus casas. Blindan las ventanas y bajan las cortinas para no ver que por las calles todavía quedan humanos. No sabemos bien quién es el enemigo, entonces es mejor asumir que somos todos.


Así cada quien en su oscuridad espera un héroe. No puedo dejar de pensar entonces que el héroe es el brillo que todavía se escapa de una mirada clara. Todavía hay corazones entregados, que no se rinden. Allí están los héroes. No es mirar el fusil y lanzarse a él olvidándose de la vida. La gloria no es de los temerarios. Es más bien  para los que no se rinden en sus pequeños sueños. En esos espacios tan privados, donde no entra el miedo, pero que tampoco dependen de la esperanza. Sólo de la vida. De la entrega total a la vida.   Es allí donde están los héroes. En esa boca. En esa mirada. En esa manos. Que tal vez no hicieron estallar las cadenas, ni reventaros muros opresores, simplemente se negaron a dejarse arrastrar por la resignación.

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