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Ardieron los cuerpos. Imaginándose. Soñándose. En la penumbra de un amanecer que los hacía presentirse. Con el nervio de quien sabe que ya ha sucedido la escena que está por vivir.  Que lo aún no vivido ya es pasado. Tan inexpugnable. Tan inamovible. Innegable. Certero. 
Hombre cuya piel se hace frágil ante el recuerdo del futuro. 


Dirigiéndose a paso firme hacia ese universo paralelo en el que desde hace años los unía la carne. Imaginando las palabras. Soñando el recorrido de las manos. Intuyendo latidos. El ritmo  de los cuerpos henchidos de lujuria. De placer. Las alas abriéndose en pleno vuelo. Sentidos indómitos. Piernas abrazadas. Lenguas quemando. Pechos en marea constante. Llenando los vientres de mariposas, justo en el lugar más sensible de la profundidad de la piel. Donde convergen carne y sentimiento. 

Ardieron. Él tomaba el volante. Ella sorbía café. Sus ojos en plena calle. Su cintura ajustándose a una falda ceñida. Ambos tocaron la realidad con el sueño puesto en la cama, en la pared, en el suelo, en el sillón, de espaldas, de frente. Ambos vivos y casi muertos de tanta sed. Saboreándose en silencio.  Buscando alivio con la mano propia bajo la prisión de los fluidos. En pleno descenso hacia el desenfreno, en pleno ascenso hacia el orgasmo lejanamente compartido. 
Ave triste. 

Mariposa solitaria.

Voladores de sombra. De oscuridad. Amores rastreros. Kamikazes que se lanzan al fuego sin ver. Sin esperar. Sin el menor cuidado. Sin medida. Ni atención. Sin ideas. Ni razones. Ni principios. Esclavos de instintos primitivos y salvajes. Subyugados a las exigencias de la piel. 


Ardieron en sueños, hasta sucumbir a la combustión espontánea del deseo frente a frente. 

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