Estamos aislados

Soñaba con cambiar el mundo. Ahora sueño con ser parte de él. Cualquier lugar fuera de la frontera de este país es demasiado lejos. Es inalcanzable. Para llegarle se necesita algo como un programa espacial. No sólo hay que tener la voluntad del astronauta, hay que tener los recursos también. Salir de aquí ya no es cosa de soñadores, ni de aventureros, es casi una batalla de determinación  mezclada con suerte. ¿Cómo se sale de aquí? No se sabe. Son demasiados factores y aunque no queramos verlo, ya muy pocos dependen de uno mismo.

Quizás no queramos quejarnos, o nos de pena, porque pensamos que no viajar es el problema más frívolo del mundo. Pero hay que sentarse a pensarlo un rato:

¿Cuántos viajeros abordarán hoy aviones? ¿En cuántos aeropuertos del planeta? ¿Cuántas personas arrastrarán sus maletines de mano, entregarán un boarding pass, mirarán con impaciencia el reloj mientras el piloto dice que tienen que esperar quince minutos para dejar la puerta? ¿Cuántas personas tomarán una conexión, reclamarán una maleta perdida, habrán perdido un vuelo y podrán descansar en un hotel de aeropuerto con un voucher de comida pensando que al día siguiente saldrá otro vuelo igual? Los mismos colores de la aerolínea, los mismos asientos gastados y estrechos, el mismo olor a encierro, diesel y aspiradora quemada, el mismo sabor sintético de la comida de avión. El café barato. La turbulencia inesperada. Las ventanillas abajo por favor, las películas, el duty free, la impaciencia por salir y el alivio al llegar.

Nada de eso es ya común para nosotros. En Venezuela es una odisea. Es ciencia-ficción. Un aparato que vuela. Una tripulación de salida. Una elección. Hoy me voy. Mañana regreso. El ancho mundo se abre y mientras uno planea las noches que va a pasar y la ropa que va a usar, va imaginando los sabores y las texturas, los colores, las caras. Sueños de ver el mundo. Aquellas cosas que uno se imaginó o se prometió de pequeño: antes de los cuarenta voy a conocer el Niágara, o voy a ver las Pirámides de Egipto.

Tal vez los viajes estén cargados de otra cosa. Un reencuentro tan soñado. Aquella amistad que el Facebook rescató, que las redes sociales no dejaron enfriar, esas dos, tres o diez personas que planificaron un par de noches que vivieron tantas veces antes de las canas y el agobio de la vida, y se volverían a ver para recordarse que el tiempo pasa pero que los afectos quedan. El novio. La novia. La familia que está lejos. Los hijos que van creciendo y que están con una madre que se cansó y decidió irse a enseñarles que el mundo es otra cosa. Que este hueco ya no es un país, es una circunstancia, una apuesta, casi un accidente del destino que hay que tener la voluntad de cambiar.  

Aquellos aviones que ya no salen de Venezuela se llevaban maletines cargados de proyectos. De planes. De crecimiento. De futuro. El médico que quería superarse y aprender a operar con una técnica que iba a salvar vidas, a ahorrar dinero, a mejorar la calidad de todo. Gente que iría a aprender otro idioma para ascender en su compañía, o para garantizarse un futuro o un traslado en una multinacional. O para aprender. Sólo para aprender. Por el gozo. Por la superación. Porque a los veinte años la tarea más importante es experimentar, irte con un presupuesto irrisorio a forjar la motivación para ser alguien en la vida y decirte más adelante que nunca olvidarás cuando no eras nadie y que regresaste a tu país porque lo extrañabas, no porque no salieron más vuelos.

El niño que nace afuera o la abuela que regresó a la tierra que dejó de niña quedarán sin abrazarse en el tiempo planificado. Ellos también iban a volar entre Caracas o Valencia y alguna ciudad que ahora bien puede estar en Júpiter, poco importa, porque los dos están igual de lejos y son igual de imposibles para la gran mayoría. Ya no importa. Ya ni caso tiene.

En la barriga de esos aviones  estacionados o en ruta hacia otro lugar, venían cantidad de cosas que aquí se esperaban. Materia prima para distintas empresas. Comida. Libros. El sustento de tantas compañías que hacían lo que podían, cómo podían esperando un tiempo mejor. Aguantándose de una esperanza.  Un político. Un profeta. Dios. Quién fuere. Alguien. Cualquier persona con un dato, con un análisis o con un comentario irracional que les ayudara a abrir los ojos por la mañana y no rendirse. Esos aviones ya no salen. Esas cosas ya no llegan. Y si salen es muy poco, y si llegan parece un milagro. Y uno ya no sabe si esto es como la magia, o como las piernas largas o la habilidad para las matemáticas, te toca por suerte, por ser el elegido o es un truco que logran quienes tienen destreza para ello. Para el engaño, para moverse debajo de cuerda y que parezca tan fácil aquello que para el común es casi imposible.

Y si uno pensaba que con los aviones que no salen no hay tragedias  hay que pensarlo de nuevo. Porque en tierra se quedarán personas que no verán nacer a sus hijos, ni enterrarán a sus padres. No viajarán quienes tenían un procedimiento quirúrgico planificado, ni quienes tenían una entrevista de trabajo que tiene las mismas características de una balsa para huir de este mar de miseria. En tierra se quedará el personal que vivía justamente de no volar. Las empresas que surtían los aviones, que limpiaban los aviones, el personal de seguridad, de atención al pasajero, incluso quienes vendían comida y productos en el aeropuerto, quienes transportaban la carga a la ciudad, todos ellos hoy se quedan en tierra y llenos de incertidumbre.

Es que cuando uno volaba, no subía al cielo solo, sino que arrastraba a cientos de personas con uno. Desde el que diseñaba la campaña de publicidad de la aerolínea, hasta el escritor free lance de la revista que encontrábamos a bordo.


Nos vamos quedando aislados. Y no es nada más el asilamiento físico. No es que ahora para ver la Torre Eiffel habrá que buscarla en Google Earth -y escuchar el eterno comentario: dale gracias a Dios que tienes internet. Sin dejar de pensar, y estar seguros, que eso es algo que damos por eterno pero tarde o temprano dejaremos de tener. – Es que nos vamos quedando aislados intelectualmente. Es que los médicos no pueden viajar, ni expertos en ninguna materia pueden venir, es que quienes venían a dar una charla, o revisar una construcción, o a entrenar un equipo de maestros, a montar un sistema o una exposición, no viajarán, por miedo a quedarse atrapados como nosotros, porque de pronto los barrotes de esta jaula van reduciendo el espacio entre uno y otro. No vendrán espectáculos musicales, ni equipos deportivos, salvo que el gobierno los traiga con el poder económico de sus charters, pero aquel equipo local que con tanto esfuerzo luchó para participar en una competencia internacional, esos tampoco podrán salir.

Poco importa la plataforma continental. Esto es una isla. Entrar a una biblioteca o a una librería es terminar de entenderlo. No sólo se han reducido los vuelos de las aerolíneas, también se reduce el vuelo de la mente. No quedan casi museos, ni hay proyectos de unos nuevos que no vengan con la coletilla de la ideologización y el compromiso con el pensamiento sumiso, único, tergiversado de quien sólo utiliza los medios de expresión para convencer a la gente de que el modelo a seguir es el actual y no vale la pena pensar más nada.

Podemos seguir creyendo que esto es temporal y que es accidental. Podemos seguir prendiendo velas, esperando a que mañana todo se resuelva solo. Esto no es un error de cálculo, ni el traspié de un miope. Esto está fríamente calculado. Aislarnos es parte del proceso de someternos. Así no tendrán que callarnos, porque en la medida que veamos esta única realidad, en la medida que no llegue de nada afuera, ni regresen incluso las historias casi tan fantásticas como de quien vio un ogro, un troll y un dragón escupiendo fuego cuando alguien cuente de la Estatua de la Libertad, la Muralla China o el oleaje del Cantábrico,  no tendemos ideas que expresar.

Porque a la gente se le somete quitándole la razón para luchar. ¿Quién va a querer trabajar y sacrificar nada si ya ningún sueño es viable? Ni la casa que soñabas, ni la empresa que visualizabas, ni el carro que siempre quisiste, ni ese viaje.  


Nos quieren aislados, tristes, nos quieren incomunicados, no sólo de las grandes urbes en las que la vida fluye y se gesta la voluntad de los hombres, los sueños y las ideas. Nos quieren aislados de nuestros propios sueños. Una vez que renuncias a lo que siempre quisiste, una vez que renuncias a volar, no sólo en la butaca 34 B soñando con aterrizar en otro mundo aunque estés en el mismo planeta, también renuncias a escuchar tus otros sueños. Una vez que te resignas a que algo que querías tanto es posible, todo lo demás cae como cuando haces un camino de piezas de dominó.

Mientras hoy alguien monta en Instagram el ala de un avión, se quedan en tierra miles de abrazos, de proyectos, de posibilidades. Mientras alguien le pide a una aeromoza un coca-cola y un piloto anuncia la aproximación a un aeropuerto alguien entrega su carnet de idetificación y pierde su empleo. Una familia se queda sin sustento. La del ejecutivo que perdió las oportunidades y la del obrero que ya no sabe que hacer. Y así un país se cae a pedazos como cuando se revienta un ala en pleno vuelo. Ojalá supiéramos a qué altura viajamos y cuánto falta para terminar de caer.


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