Es un libro

Estoy enamorada de un mamá. Alta. Catira. El pelo le baja por la espalda. Tiene unos pantalones de rayas azules, y una camisa también de rayas azules, pero el fondo es blanco. Tiene la mano llena de pulseras de colores. Una cartera de colores y de patrones extraños. Medio hippie. Los lentes en la corona de la cabeza. Un anillo. Poco maquillaje. La piel suave. Se mueve como estuviéramos bajo el agua. Por un momento este lugar se llama Atlantis. Ella se sienta a tomar un café en las mesas que están en la acera. Desde un coche marrón claro la mira un bebé con un chupón y sombrero. De vez en cuando ella le habla. Tal vez ha leído en algún libro que los bebés se angustian si la madre los ignora.  Lola se acerca. La madre pregunta si es un perro dulce y él dueño dice que sí. Lola le quiere brincar encima. Lola siempre se va a las piernas de las personas de quienes busca caricias. El dueño no la deja. Lola ladra. La mamá se sobresalta. El niño dice “miau” y la mamá con toda la dulzura del mundo le dice “c´est pas miau c´est wuf wuf”. Puedo morir con esas onomatopeyas de la voz dulce de una madre que le muestra el mundo a sus hijos. Estoy enamorada de esa madre y de su vida. De su paso tranquilo y delicado por el aire de esta mañana fría. Ella se va y yo escribo una carta de amor. Un cuento largo sobre un mundo que no existe o que tal vez existe demasiado.  Me gustaría saber más de aquella historia. ¿Quién será? ¿Será feliz? O estará empujando el coche y buscando un sentido o una salida. Como tantos de nosotros. Quizás no estamos tan solos después de todos. A lo mejor no somos los únicos. Un día de estos me gustaría invitar a un extraño a conversar, sólo para saber.


Así que hace un par de días tuve un problema de salud. Llamadas a urgencia y tal. Cuando estás a punto de perder la consciencia, el mundo da vueltas, el pánico no te deja respirar. Lloras pero tratas de no hacerlo. Piensas, ¿qué me pasa? Finalmente llegué a un médico. Un señor corpulento, de mirada dulce. De esos médicos que lo primero que hacen es un comentario que te haga sonreír. Esto va a ser amor antes de haber recetado cualquier cosa. Soy de esas personas que se enamoran de los profesores y de los médicos. Síndrome Abigail y de una historia que estoy escribiendo. El consultorio está lleno de juguetes porque también atiende niños. Hoy me siento como una más. Le describo mis síntomas. Le cuento. Me han dicho que necesito una operación. Pero mire, yo ni las tetas me quiero operar. Sí. Yo sé. Suena tan banal. Es patético. Pero es que…para las mujeres hoy en día a veces resulta difícil convencerse de que uno no es del tamaño de sus tetas. No se lo digo: yo quiero ser del tamaño de mi libro. Mi mamá, que ha estado escuchando lo interrumpe. Ella es escritora. Yo me quejo “¡Mamá!” Estoy a punto de decirle que esto no es terapia de grupo, es ver si realmente no me funciona una parte del estómago y necesito una operación. Y dónde. Y cómo. Y cuándo. Y cuánto. Y para qué. Y cuánto a va doler. Y mire no me venga con que en tres días estás bien, porque eso me dijeron el 97 cuando me volaron toda la mucosa detrás de las narices y terminé en otra operación de emergencia cinco años más tarde. ¿Cuánto? ¿Un mes? ¿Dos meses? ¿Cómo va a hacer la dieta? ¿No puedo tomar vino? ¿Café? Eso de entrada sería un tratamiento que no sirve, y no quiero lecciones tipo Dr. Alegría, la vida es mucho  más que una buena taza de café. ¿Cómo aguanto ciertos dolores del alma si no puedo anestesiarme de vez en cuando? En vez de Sopa de Pollo para el alma yo diría Ibuprofeno para lidiar con la idiotez del mundo, borrachera para lidiar con la intensidad propia. He ahí mis libros de autoayuda. Pero yo no soy muy buena escribiendo eso. Es que verá, y esto lo he hablado con una terapista. Que dice que lo que tengo no es operable, y que a veces me dice, con toda su honestidad, mira no te voy a mentir, a lo mejor si te arreglo no puedes escribir más. Sí. Usted también lo piensa. Me odia. ¿Usted cree que algún día va a escribir cosas horribles sobre mí? Mire, olvídese del secreto profesional. Si yo pego un libro del techo le voy a ver la peor cara a todo el mundo. La vida es así. El ser humano en su mayoría se conmisera de la miseria humana públicamente, en secreto le produce el alivio de saber que hay otros más desgraciados y cuando al vecino le va bien no perdonan el éxito.

No digo nada de eso. Después de torcer los ojos y regañar a mi mamá el Dr. me pregunta, ¿qué escribe? Bueno. Novelas. Historias de amor. Cartas de amor. Una historia sobre lo que pasa en mi país. Aquí viene. El cuento del horror que estamos viviendo. Le doy la versión corta. Es una mierda. Me preocupa. Tengo miedo y aunque amo Venezuela a veces pienso que quiero irme de allí. ¿Y sus síntomas empeoran allá? En parte. Pero aquí fue que me desmayé.

Se me quedó mirando. Su mirada. Su sensibilidad. Sus manos. Luego me mandó una medicina para la acidez. Coca cola si me vuelvo a desmayar. Y hablamos luego para que vaya a hacerse los exámenes porque bueno, hay que ver en serio si todo este rollo no  le reventó el estómago.

Me pregunta dónde aprendí a hablar francés. Le digo en el colegio, en un curso de tres meses que hice a los diecinueve años y luego, leyendo, encerrando en un círculo las palabras que no entendía y buscándolas en el diccionario. Un curso privado para obsesivos. Le digo, es que me frustraba venir aquí y no poder leer los libros. Tantos libros.” Me dice, hay muchos franceses que no hacen eso. Nos reímos todos.

Luego me dijo, como si fuera un abuelo, un maestro y no un doctor, mire esto le pasa a muchos escritores. Yo creo que su problema no es el estómago. Es el libro.


Y por supuesto mi mamá dijo que ella ya me lo había dicho.

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