¿Qué me llevo si me voy?
Cuando tenía diecisiete años y vivía en el internado en
Estados Unidos mis papás me regalaron un documental sobre Isaías Medina
Angarita. De tantas cosas que recuerdo la que más me impactó fue la parte sobre
el final de su vida. Luego de haber sido exiliado, cuenta su esposa, que cuando
ya estaba muriendo le permitieron regresar a Venezuela, y apenas se bajó del
avión se lo llevaban en silla de ruedas y con el ímpetu de los viejos le
ordenó al enfermero, “¡Páreme! Quiero pisar suelo venezolano!”.
Yo estaba en plena adolescencia cuando vi el documental
y me emocionó profundamente, más de lo
que la historia suele conmoverlo a uno tan temprano en la vida. Quizás por lo
bien que estaba contada y porque yo estaba en pleno exilio, o algo por el
estilo. O lo que eso puede ser para una adolescente que se fue huyendo de un
colegio en el que no se encontraba.
No me reconozco desde hace años entre muchos algunos de mis
compatriotas. Y no hablo del chavismo. Es otra cosa. Algo mucho más profundo de
nuestro gentilicio. No era sólo mi colegio, era algo generalizado, que se
repetía y se sigue repitiendo hoy cada vez más. Hoy es casi imposible para un
colegio expulsar un alumno. Porque la política de estado es enseñar que la
indisciplina, el irrespeto, la vulgaridad, y otros antivalores. No hay castigo,
ni vale la pena, lo que importa es la impunidad, el caos, y sobre todo jamás
asumir que algo es nuestra culpa, nuestra responsabilidad, y hay castigos y
consecuencias frente a ciertas acciones y omisiones. No se le permite a nadie aprender, ni
asumir, ni mucho menos tomar control de lo que hace.
En estos días todo el mundo habla de irse. Irse “a la como
sea”. Dividir familias. Abandonar trabajos. Buscar oportunidades. Como sea.
Buenas. Malas. En países en los que nos identificamos por algo o por casi nada,
o los que nos eran totalmente impensables hace dos meses, pero que de pronto se
convierten en una especie de Meca o de tierra prometida porque son cualquier
cosa menos este infierno, porque están llenos de todo lo que aquí no hay, desde
azúcar, leche y carne, hasta valores.
A veces me pregunto si todo eso vale la pena, y qué le
llevaremos a otras tierras. Si en algún momento nos vamos a poner a pensar lo
que no le dimos a Venezuela, una vez que entendamos qué era lo que Venezuela
necesitaba, porque pareciera que estamos aquí sólo para exigirle al país que
nos de, pero pocas personas se han parado a mirarse en el espejo y aceptar con
tristeza qué fue lo que no le dieron al país. Sí. Es doloroso. Y no sé si haya
esperanza. Tal vez ya sea demasiado tarde para darlo, pero la verdad es que
aquí falló un sistema que nos enseñara que a los países también se les da, que
por las cosas se lucha, no desde el extremo y la exageración, y esa especie de
drama que nos caracteriza, en el que nos damos golpes de pecho, nos
victimizamos y culpamos a otro, sino desde
la proactividad, la inteligencia, la creatividad.
Entiendo que a veces la única forma es irse. Para nada
intento acusar o señalar a los que se van, porque yo misma he perdido las
esperanzas y no creo imposible que ese sea el camino que tome, pero también
creo que tenemos que ser muy honestos con lo que dejamos atrás, y creo que tenemos
que pensar bien en lo que significa exiliarse, en lo que le vamos a dar al
próximo país, al que tendremos que querer como nuestro. Creo además que tenemos
que preguntarnos qué significa querer un país.
Siempre he admirado eso de los americanos. Es cierto que
Estados Unidos no ha pasado por situaciones como la nuestra, pero a mí me
costaría mucho ver a un gringo abandonando su patria. La última vez que estuve
allá me tocó ver en el aeropuerto de Atlanta a un grupo de soldados en
uniforme. La gente se les acercaba y les daba las gracias por su servicio.
Ellos se llenaban de orgullo, de honor, los demás, de una humildad tan grande,
que cuando a uno se le salieron las lágrimas yo no pude evitar hacer lo mismo.
Casi estuve a punto de ir a agradecer yo también, además explicando mi
situación, ser de otro país, no tener que sentir patriotismo americano, y
además estando en desacuerdo con algunas de sus acciones. Lo cierto es que al
final del día esos soldados le prestan un servicio a la gente, sin influir
en las decisiones políticas. Es un tema humano. Muy humano. Me conmovió. Quería
darles las gracias por la lección de patriotismo y disculpas por cierta envidia. Explicarles que en mi país a veces sentimos vergüenza, miedo, rencor hacia los militares, que eso aprendimos. Atropello. Injusticia. Abuso de poder. Resentidos con nuestra patria en vez de agradecidos y humildes. Le tenemos rabia, como si haber nacido aquí hubiese sido un castigo. Como si la nacionalidad no se ejerciera también, y fuese sólo un derecho.
No dejo de pensar que lo que realmente escasea. Además de
tantas cosas es el amor por este país. Lo olvidamos. O tal vez no lo olvidamos.
No nos enseñaron a quererlo. Entre paupérrimos profesores de historia que no
conocían nuestro pasado, que jamás dejaron en el aula la noción de que la
Patria se quiere y duele, que no es sólo “me encantan los tequeños, la colita y
que somos alegres, bueno también el clima y las playas”. Es algo mucho más profundo que
eso. También en muchos hogares, lamentablemente, se enseñó otra cosa, la idea de que
las cosas están ahí para tomarlas sean de quien sean. El compromiso con la
tierra. La sensación de que esto no es un hotel, ni un lugar de paso, ni una
mina, sino una tierra que es nuestra, que no se entrega, que no se negocia,
que se venera, como a una madre, como una familia. Faltó la mística del
venezolano. Ese que jamás dejaría que le hablen mal de su patria.
No sé si el destino de todos sea irnos. No sé si toca salir
y no mirar atrás. Al final cada uno tiene sus razones, sus formas. Yo no soy
quien para juzgar, ni lo hago, pues cada vez son más las ganas y muchas veces
he sentido el desapego. Me he sentido extranjera, fuera de lugar. He sentido
miedo, y hoy en día y aunque me duela siento vergüenza de muchos venezolanos,
de toda condición social, que son directamente responsables de esta debacle, y
que se robaron no sólo nuestro patrimonio, sino el futuro en este país.
Sin
embargo también me pregunto, ¿qué he hecho yo para cambiar eso? Y si me voy,
¿qué me llevo a ese otro lugar? ¿Qué voy a aportar? Más que trabajo, ganas,
pasión. Tiene que haber algo más. Y sí, yo si me voy lo haré con una mano el
corazón para que no se me caiga, y la otra con los dedos cruzados para volver a
pisar suelo venezolano, como aprendí a decirlo de ese presidente. Sea lo que
sea mi país, yo siempre lo querré y estaré orgullosa de ser venezolana. Si no
lo estoy. La culpa es mía.
Comentarios
SH, no me lo tienes que decir, aquí no se consigue. Y no es joda, en el extranjero es más fácil que aquí. En estos días traduzco un artículo que escribí en inglés sobre cómo artículos del día a día nos han convertido en contrabandistas. Es horrible.