Hartos de las Colas Comunistas
En 1997 fui a Praga con mis padres. Llegamos al castillo y
la cola para entrar era muy larga. La guía que nos acompañaba nos dio algunos
detalles y luego dijo que nos esperaba afuera, que ella no iba a hacer cola
para entrar. Le pregunté por qué y entonces vino una respuesta que jamás
olvidaré, no sólo las palabras, sino el tono, la forma como afincó sus ojos en
el vacío, clavándolos en un recuerdo que cuyo dolor de pronto lo invadió todo,
“porque estamos hartos de las colas de los comunistas”. Estábamos en la Praga
en la que aún se notaba el peso de hierro de los años soviéticos. La falta del
color, el sabor de la comida, y las expresiones de la gente. Expresiones como
esta. Llenas de una rabia que la democracia avenida no había aliviado aún.
Jamás pensé que yo llegaría a entender y a compartir ese sentimiento, mucho
menos desde un lugar en que el que todavía se ignora si seremos libres de nuevo.
Esa carencia de libertad, que todavía muchos no entienden se
expresa en ese fenómeno al que nos han ido sometiendo: las colas.
Ya no es cosa que extrañe, pasar frente a un mercado y ver
que sale del recinto una cola que serpentea por las aceras. Uno ve las caras de
la gente. Personas con las que he hablado dicen que ven resignación. Yo no veo
resignación propiamente, es como una suerte de tristeza, como un vacío, de
miedo, de incertidumbre. Yo veo más bien desesperación. Una desesperación que
no sabemos cómo canalizar.
Leche. Azúcar. Harina. Papel higiénico. Arroz. Aceite.
Servilletas. Papel Absorbente. Mantequilla. Harina Pan. Son algunas de las
cosas que generan colas. Porque todos las buscamos, como animales desesperados,
como gallinas que ven entrar al granjero con un saco de maíz. Eso nos hemos
vuelto. Animales. Porque tenemos que comer, apelamos también al instinto para
buscar el alimento, ya no la razón.
Ya cada quien tiene su dinámica, que parece bien pensada,
pero es casi animal Nos avisamos unos a otros que en tal lugar está llegando,
que en tal otro hay, que apúrate que la cola no está muy larga, yo hago la
cola, después me pagas y la próxima vez vas tú. Así empleamos tiempo, esfuerzo,
ganas, emoción, que nos roban la esencia de la vida, el tiempo en que
deberíamos ser productivos. En vez de estar soñando con una meta, trabajando
por ser mejores, sudando un futuro mejor, estamos soñando la inmediatez de un
producto básico. Sin saber bien por qué, entendiendo en forma vaga quién es el
culpable, pero buscando uno más cercano.
Es así como se genera el odio con el vecino. Pensamos en esa
persona que tiene mucho aceite en su casa, y la odiamos. Pensamos en aquel que
hizo un negocio sucio y lo odiamos más todavía. Pensamos en el que simpatiza
con este régimen y la posibilidad de reconciliarnos se hace imposible, porque
consideramos que lo que nos han robado es imperdonable. Han sometido a todo un
país, a toda una generación que no ha conocido nada diferente, y nos están
despojando, aunque no nos maten, de lo más preciado que tenemos la vida.
Odio las colas. Me parecen denigrantes. A primera vista
parecen una forma de mantener el orden, pero no lo son. Son una forma de
sometimiento, una manera de apaciguar, de humillar, de vejarnos sin que nos
demos cuenta, sin que podamos decir que alguien aplicó la fuerza sobre nosotros.
No nos damos cuenta, no tenemos chance de pensar en la vejación principal, la
de obligarnos a hacer la cola, la de robarnos el tiempo para producir, para
pensar, pero sobre todo, para decidir.
Lo que más me frustra no son sólo las colas en sí. No es
nada más que estás esperando y de repente llegan diez personas a quien alguien
les está guardando el turno. No es cuando reparten números, ni una señora que
corre maratones se trata de colear diciendo que ella es de la tercera edad, ni
la mujer embarazada por la que tratas de sentir compasión, pero a la vez no
puedes dejar de pensar en tus hijos y en ti, sí en ti, porque no puedes evitar
ser egoísta. Es un detalle, ese que está en la mirada de los que esperan y van
avanzando turno por turno.
Es que estamos hartos de las colas, pero no terminamos de
frustrarnos, y de entender que las colas se acaban el día que digamos ¡Ya
basta! Y que eso nadie, ni líder, ni santo, ni profeta, lo hará por nosotros.
Comentarios