Post 23 - Capt 2


Música: Travis: Under the Moonlight 

                           I begin to wake 
                           to live this memory...
                           there is a gift of love
                          that awaits its final day

Hay veces en que la única solución a las cosas a la que te enfrenta la vida es dejarte llevar. Esperar, sin que medie acción ninguna a que las cosas pasen. Se trata de esperar, como si la vida fuese un río, a que nos lleve la corriente y nos deje en algún lugar en el que ese deseo que hacemos mientras vamos flotando cauce abajo, se cumpla. 

Eso fue lo que hizo Laura luego de dar vueltas sin sentido en medio del bosque. Entendió que no tenía caso seguir caminando en lo que bien podría ser un círculo. Alguien la encontraría. Después de todo, ella era hija de un duque. No la iban a dejar desaparecida así nomás. La buscarían y darían con ella. Para ahuyentar el miedo, apeló a todo lo que había aprendido de pequeña, las lecturas de su padre, y se dijo que los fantasmas no existen, que las maldiciones son mentira, que hechizos y todo lo demás son producto de la fantasía de la plebe, que las inventa porque no tiene otra forma de afrontar la vida. Ella no tenía necesidad de eso. Ella era una joven culta. 

Sin embargo, culta e hija de nobles y todo lo que quiera, no la hacía menos mujer. Y como tal soñaba con encontrarse un hombre con quien vivir una aventura, que se tornaría en historia de amor y que culminaría en una vida tranquila, apacible, muy parecida a la de sus padres, tal vez con algo más de aventura, pero más o menos por el mismo camino. Para maar el tiempo comenzó a soñar despierta. 

Imagina que está parada en una ventana contemplando las colinas y el bosque que se extenden a sus pies.  Se acerca un caballo moro, de paso largo y elegante, brioso, que galopa como de lado, como si embestir el mundo de frente con la fuerza de sus patas pudiese destruirlo. Lo monta un forastero que aunque no tenía escudo de noble, va bien vestido. 

Siguiendo las normas del protocolo de la nobleza, el forastero se detiene ante la puerta del castillo y se identifica con los escuderos de su padre. Entonces el Capitán de los Lanceros sale a recibirlo y le pide que espere un poco a ver si el Duque Mauro el Sabio lo deja entrar a su castillo. Mientras tanto le dan agua y alimento para él y su caballo. Y así esperando a que llegue el ansiado sustento levanta la cabeza hacia el cielo y se encuentra con Laura casi colgando de su ventana. 

Se fijan en una mirada que para ellos duraría toda una vida y muchas más. 

Laura imaginaba que parte en una carroza luego de haberse casado, su flamante esposo adelante, guiando la carroza, y de vez en cuando paran para descansar y alimentarse. Se besn y se dicen las mismas palabras que se han dicho cuando se declararon su amor por primera vez. Viven una y otra vez el momento en que se cruzaron sus miradas, y se hacen promesas nuevas al comprobar que están viviendo para cumplir las que se habían hecho aquel día, en el que el flamante forastero tocó la puerta. 

De pronto alguien le tocó el hombro a Laura, no se había percatado de las pisadas que habían avanzado rápidamente sobre las hojas, ni de las respiración ruidosa y difícil, pues aunque tenía los ojos abiertos, soñaba despierta, incluso llegaba decir en voz alta parte de aquella conversación imaginaria con el hombre de sus sueños. 

Laura se volteó y se topó con la falda ancha, de color rojo y dibujos dorados que su mirada fue recorriendo poco a poco hasta llegar al rostro más extraño que había visto en toda su vida.  La palidez. Los labios finos y cerrados. Los ojos apagados, casi de muerto, la miraban fijamente. Y un olor. Un olor extraño lo invadió todo. Un olor que recordaba las flores marchitas que se dejan demasiado tiempo en el florero. Olor de vida vegetal muerta, ida, llena de suciedad y podredumbre. 

- ¿Qué pasa niña? ¿Por qué me miras así? - Le dijo la mujer. Su no era lo que se esperaría de aquella imagen. Más bien era dulce, suave, tenía un color pastel, recordaba a las tardes de sol en las que tomaba el té con Valentina y las madres de ambas en la terraza del castillo. 

La mujer alargó una mano y Laura observó un anillo con una piedra azul gigantesca. Era tan grande el anillo que le cubría tres falanges completas. Las uñas de la mujer eran muy cortas y verdes. Verde brillante, como si las hubiera coloreado con la clorofila del árbol más antiguó y más puro, pero lo que más le impactó a Laura fue notar que las manos de esta mujer eran manos de niña. Sin duda las manos más extrañas y escalofriantes que había visto en toda su vida. 

Sumamente confundida Laura no se atrevía a pronunciar palabra. 

- Veo que estás perdida- Dijo la mujer, terminando de alargar la mano y posarla sobre el antebrazo de Laura. - Vamos a mi casa, estás muy pálida, te daré un té y luego veremos cómo regresarte a tu castillo.

Cada fibra del cuerpo de Laura le rogaba que no lo hiciera, que no siguiera aquella mujer tan extraña  y que tanto miedo le generaba. Ella había escuchado todas las leyendas, no sólo se las había contado su criada favorita, Ada, que tenía un don especial para el relato hablado, sino que las había escuchado de boca de los criados, escondida en la escalera de servicio que llevaba de la cocina a las habitaciones principales. Aunque había tratado de convencerse de que no eran verdad, lo cierto era que le daban miedo. ¿Valía la pena arriesgarse? Pensaba. 

Los cuentos eran terribles, las "viejas hechiceras" del bosque, como las llamaban, eran malvadas y muy poderosas, podían convertir a una persona en cualquier cosa, podrían  matarla o mucho peor, maldecirla para siempre. Podrían arrebatarle su belleza, su capacidad para amar, podrían arrancarle el corazón y utilizarlo para alguna pócima con que envenenar a cualquiera de los duques y apoderarse de sus tierras, o hasta permitir que sus tierras fueran invadidas por extranjero que vendrían para arrasarlo todo, como si su tierra fuese nada menos que una mina. O tal vez por pura maldad le arrancarían el corazón y se lo darían a los cochinos, para que lo devoraran a medias, dejando la otra mitad pudriéndose al sol. 

Aún así, con todo lo que la prudencia le advirtió Laura no pudo resistirse y se fue detrás de aquella vieja horrible.  Sentía miedo, miedo del que paraliza y congela la sangre, del que nubla la vista y parece detener el tiempo, miedo del que no deja pensar, ni actuar, del que controla cada uno de los músculos. Fue el miedo lo que le impidió hacer otra cosa. Correr. Esconderse. Gritar, aunque hubiera sido inútil, igual hubiese podido hacerlo. Pero no lo hizo, era como si sus pasos ya no fuesen de ella, y por voluntad propia siguieron a aquella mujer. 

CONTINUARÁ- 

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