Post 22 . Sin Título


Música: The Album Leaf, Streamside. 


Los ejércitos de la comarca de Nejov regresaron triunfantes de la última guerra que habían librado contra el reino de Aftonia. Una guerra cruel, sangrienta y triste que había dejado muchas viudas y huérfanos tristes. 

Los soldados rapaces habían acabado con poblados enteros, habían violado y masacrado a sus anchas, dejando los campos cubiertos de ceniza y cadáveres. Los Duques Hernán el Valiente y Mauro el Sabio, representantes de Nejov, como líderes victoriosos, regresaron a su comarca para encontrar muerto a su abuelo, el Duque Fausto el Hábil. 

En su lecho de muerte el abuelo, cuyos hijos habían ido muriendo por culpa de la enfermedad y la impericia al manejar las armas en duelos de faldas, había dejado el ducado a sus dos nietos. Sabía que lejos de una pugna por el poder, ambos hombres, educados, cultivados y sensatos, sabrían administrar su respectiva cuota de poder y llevarían a cabo sus nobles funciones. Tal como lo venían haciendo en la guerra, de la que le llegaban noticias alentadoras. 

Fue en vano que el viejo hizo lo posible por esperar el regreso de los duques, para decirles en persona que les dejaba en poder, y para advertirles sobre cierto villano inmiscuido en su corte. Un hombre en que todos confiaban aún cuando no tenía nada confiable. Un hombre cuya astucia era tal que había logrado burlar hasta las mentes más brillantes. Un hombre cuyo corazón era tan negro que había manchado almas impolutas e inocentes. 

La muerte no le dio la última tregua y el viejo murió entre sábanas de seda color crema, bordadas con sus iniciales F y H, con la salamandra que brotaba con elegancia de su escudo de armas y con el llanto de las mujeres de la aldea que se reunieron para llorar la partida de su Señor.  

A los Duques Hernán el Valiente y Mauro el Sabio les fue imposible instalarse en el castillo de su abuelo. En primer lugar, todo estaba dispuesto para un sólo soberano. En segundo lugar, les dolía demasiado el recuerdo de aquel abuelo que había sido más que un padre, un maestro. Los había criado hombres honestos, de principios férreos, creyentes en que la senda del bien era la única a seguir y además los había impulsado con vehemencia a cultivar sus mentes. 

De modo que escogieron un lugar, a unos cincuenta kilómetros, justo donde comenzaba el bosque y se alzaban unas colinas suaves, que de lejos parecían un mar verde, que oscilaba hasta llegar a un océano casi negro que pertenecía al bosque de la comarca de Nejov. Bosque con fama de ser peligroso y hasta maldito. 

Sobre aquel lugar maravilloso de colinas se alzaron entonces dos castillos, uno frente al otro. Uno, claro está, pertenecía al Duque Hernán el Valiente, y el otro al Duque Mauro el Sabio. 

Los Duques, que se querían como hermanos, estimaron que luego de haber conseguido la paz para sus reinos, lo próximo sería formar familias ducales y darle continuidad al legado de su abuelo. En comarcas cercanas encontraron esposas nobles y virtuosas con las que se casaron. No hicieron exigencias en cuanto a la pureza de su sangre, ni a la belleza de sus facciones o a la fortuna de sus arcas. Sin embargo les hicieron prometer que se querrían como los primos se querían. 

Pasó un tiempo y la naturaleza hizo su trabajo. Vino el verano y lo que se había fecundado en la primavera terminó de florecer, luego el otoño lo tumbó todo y ya en el invierno, cuando las colinas se cubrían de nieve casi a diario nacieron en el seno de las familias ducales un niño y una niña. 

 El Duque Hernán el Valiente, fue el orgulloso padre de una hija, a quien puso el nombre de Valentina. Era de ojos marrones, redondos, que lo miraban todo maravillados. Era un bebé de temperamento sereno, que se adormecía facilmente en los brazos de la madre, que no cabía en sí de la felicidad. 

En esos días el Duque Mauro el Sabio se convirtió en padre de un niño con los ojos del azul más profundo que se hubiese visto en los castillos. La matrona estaba maravillada, lo alzó lo más alto que pudo luego de haberlo limpiado y se le entregó al padre que con una sonrisa se lo dio a su madre para que lo amamantara, esta al verlo comenzó a llamarlo Mauro, el de los Ojos Azules. Y así lo llamaron en la comarca desde entonces. 


Dos años más tarde se volvían a convertir en padres las parejas ducales. En la casa de Galafrenta y Hernidas, la casa del Duque Hernán el Valiente, nació un varón, que bautizaron con el mismo nombre del padre. "Será un guerrero" declaró el padre, inflado como un pavo real que pasea sus plumas entre las demás aves celosas. 

En casa de los Salceta Horriente nació a su vez una niña, para mantener el equilibrio perfecto por el que tanto habían luchado los Duques. Fue una niña grande y hermosa, de mejillas rosadas, cuyo llanto se escuchó hasta el bosque cuando la matrona le dio el golpe necesario para que recibiera la vida con un grito. Sus padres la llamaron Laura. Laura de Salceta y Horriente.

Los niños crecieron en plena paz. Sin más problemas que las riñas naturales que le dan los padres a los hijos que van creciendo. Sin conocer llanto de verdadera angustia, sin pasar hambre, ni frío, con el corazón intacto ante las penas que a veces trae la vida. 

Los cuatro herederos eran amigos. Compartían profesores, caballos y una rutina de educación y de juego que no dejaba de ser estricta, pues los padres sabían que a pesar de la paz les pesaría algún día la responsabilidad del destino de su pueblo. 

Compartían un profesor de historia y de lenguas extranjeras, un hombre regordeta y bajo, que usaba unos lentes de pasta marrón, demasiado grandes para el tamaño de su cara. Andaba siempre con un libro enorme lleno de mapas, y les hacía aprender de memoria la ubicación de ríos y cadenas montañosas. Con él estudiaron batallas famosas y las vidas de personajes remotos que habían dedicado su vida a conquistas y exploraciones de tierras lejanas donde cundía el peligro debido a la hostilidad de tribus barbáricas. 

También habían compartido las lecciones del profesor de caballería. Incluso las mujeres habían participado, pues Hernán el Valiente se había negado a mantenerlas al margen de una educación completa. Sentía que era necesario e imprescindible que una mujer supiese defenderse, pues aunque en aquella época la mujer era vista con un deje de inferioridad por parte de sus pares masculinos, los Duques sabían ver más allá y comprendía que sin ellas la supervivencia del mundo, el desarrollo del hombre sabio, responsable, era imposible. 

Así que las niñas aprendieron junto a los varones a manejar la espada, a montar a caballo como hombres, con armadura y todo, aprendieron a apuntar sus lanzas y a utilizar el escudo para defenderse de golpes mortales. Incluso aprendieron a amortiguar caídas a todo galope. Más de una vez regresaron a casa de sus madres sangrando, estas horrorizadas les limpiaron las manos y las rodillas llenas de raspones y moretones y regalaron a los más pobres del pueblo los vestidos rasgados. 

Los padres se sentían aliviados de haber traído al mundo dos varones, pues algún día les dejarían en herencia el trono, los títulos y las tierras que su abuelo les había dejado a ellos. No habría conflicto con un tercero, ni lucha de poder, ni arduas decisiones que tomar en un coseno en el que alguno seguramente saldría favorecido y no tardaría de caer presa del resentimiento, como suele suceder cuando un sueño de poder se escapa de las manos. 

Los Duques le dieron todo a sus hijos. No les faltó en lo material, ni en lo moral. Con esto sentían que no cabría en el alma de ninguno espacio para añorar absolutamente nada. Estarían contentos con sus vidas. Respirarían tranquilos su aire y con sus manos acariciarían una fortuna que no dejaría espacio a añoranzas desesperadas, malignas. Serían hombres y mujeres de paz. De bien. 

Al menos esos eran los planes, y hasta donde el sol se había puesto hasta entonces parecía que la vida estaría de acuerdo. 


Los niños respetaron siempre las reglas impuestas por los padres. Sobretodo aquella de implicaba la prohibición de internarse en el bosque. Una regla que jamás había sido escrita, pero que incluso en su carácter consuetudinario adquiría un carácter aún más estricto. 

No sólo eran los hijos de los Duques quienes evitaban a toda costa lo profundo del bosque. Nadie en el pueblo lo hacía. Pues la gente temblaba de miedo ante las leyendas de contaban los lacayos bajo la luna y a la luz de piras que se hacían en la mitad del pueblo, para pasar las tardes interminables de verano. Las leyendas decían que en el fondo del bosque habían "viejas hechiceras", que mataban y comían inocentes, o peor aún, los maldecían y los marcaban con condenas terribles por pura diversión. 


Sin embargo, a pesar de que el fondo del bosque era considerado un lugar maléfico, destinado a los seres más terribles, representantes de la maldad en la tierra, internado en lo profundo del bosque vivía también un ser querido y respetado en toda la comarca, e incluso en otras tierras, famoso por su bondad y la dedicación hacia su trabajo y su pueblo. 

Se llamaba Nalcor, un hombre alto, arrugado, de pelo plateado largo hasta el hombro, y nariz achatada, de mirada firme. Quienes conocían a Nalcor decían que cada vez que entraba a un lugar lo llenaba todo de paz. Nalcor siempre tenía una palabra de consuelo, y siempre buscaba una forma de compartir su sabiduría para mejorar la vida de los hombres. Decían también que a pesar de su avanzada edad no le temblaba el pulso, y era capaz de caminar más leguas que el caballo mejor alimentado de la comarca. Nalcor, como guía espiritual, presidía matrimonios, nacimientos y las ceremonias de Adiós al Cuerpo, en el que este se quemaba y luego se esparcía por el bosque o por el río, según el último deseo del difunto o sus familiares. 

Nalcor estaba presente en la vida de todos. Siempre jugando un papel esencial. Nalcor era querido, amado, respetado. Una piedra angular de la vida en Nejov. Había sido consejero de Fausto el Hábil, y a pesar de que no era un militar dicen que su consejo fue crucial para la victoria que le devolvió la paz al ducado. También se le atribuye la planificación en cuanto a la cosecha, los días en que se labraba la tierra y la decisión en cuanto a la recogida anual de los frutos  y hortalizas. Nalcor también era el responsable de las relaciones diplomáticas con otras regiones, que se acercaban a Nejov para comprar los productos que salían de su tierra fértil y bien trabajada. Nejov se convirtió en lugar próspero y lleno de riqueza, y aunque en el pueblo sabían que eso era gracias a la habilidad, valentía y honestidad de los Duques, no dejaban de darle parte del crédito a Nalcor. 

Fueron corriendo años de prosperidad en Nejov y así la infancia de los herederos de Salceta y Horriente y Galafrenta y Ernidas. No hubo guerras, ni pestes, ni cortesanas indeseadas que se presentasen a turbar la paz de los matrimonios ducales. Las cosechas fueron buenas y los inviernos, aunque dejaron siempre su marca, no fueron implacables. No hubo accidentes, ni más llanto del que debe haber en los niños que aprenden la disciplina de sus padres. No hubo muertes trágicas en el pueblo, ni demasiados crímenes que lamentar. Los Duques se mostraban generosos con su pueblo y eran amados a su vez. 

La vida en Nejov transcurría de forma tal que aquellas tierras se hacían una fama que comenzaba a salir de las comarcas vecinas y llegaba a lugares remotos. De vez en cuando aparecía por el pueblo algún forastero buscando una vida mejor, huyendo de otra tierra marcada por la guerra, el odio, la escasez, el sufrimiento. 

Los forasteros casi siempre eran recibidos con los brazos abiertos, siempre y cuando lo aprobaran El Duque en cuyas tierras pretendía vivir, y el Capitán de Lanceros, jefe de seguridad. La aprobación era necesaria ya que no permitían la entrada a ciudadanos violentos o de malas costumbres que pudieran poner en peligro la vida tranquila de Nejov. 

Fue pasando el tiempo, y de pronto, sin que los padres se dieran cuenta, los cuatro hijos eran ya adolescentes. Bajo los vestidos de las niñas ya convertidas en mujeres se asomaban los pechos firmes y decididos a seducir al primer hombre que les arrebatara de un tajo las ilusiones, y los varones ya tenían la sombra de la barba que delataba que la hombría ya había llegado. 

Un día Laura se impacientó con sus padres y sus padres con ella, como suele suceder con las jovencitas obstinadas. Furiosa se fue al bosque y caminó sin rumbo entre piedras y flores, sobre arroyos y bajo árboles inmensos, hasta que de pronto se dio cuenta de que no no sabía ya dónde estaba. Inmediatamente empezó a desesperarse, le daba vueltas a su cabeza para tratar de orientarse. 

Buscaba en el suelo si podría distinguir los árboles unos de otros por las formas de las flores y rocas que tenía a sus pies. Puso atención a los sonidos que tenía al rededor, pensando que mientras más pájaros escuchaba seguramente estaría más adentro del bosque, y que bajarían la intensidad de su canto en los lugares más cercanos a las colinas, pues allí entre otros hombres vivían también los cazadores. Luego se le ocurrió que quizás podría orientarse por la luz. Se dijo que hacia la parte interna del bosque los árboles eran más tupidos, por lo tanto habría menos luz, mientras que donde había más claridad seguramente estaría la parte más próxima al pueblo. 

Sin embargo fue en vano que Laura intentó todo aquello. Pronto empezó a sentir que estaba dando vueltas en círculos, sin tener la más remota idea dónde estaba y mucho menos poder ubicar el camino por dónde había llegado. Empezó a sentir miedo de haber roto aquella regla de oro, de haberse internado sin querer en lo profundo y prohibido del bosque, de estar en peligro, no sólo por no poder ubicarse para regresar a casa, sino por estar a merced de aquellas amenazas terribles. 

Desesperada, confundida y aterrada, decidió sentarse sobre una piedra a esperar  su destino. Esperaba que fuese algo que la regresara sana y salva a su casa, y que sus padres la perdonaran y no fueran demasiado duros con ella. Temía también a su hermano, que cada vez que podía le recordaba que era mayor y más fuerte que ella sólo por ser hombre, y se comportaba como el padre más estricto y celoso. 

Recostada de aquella piedra Laura decidió salir de ese bosque al menos con la mente, y soñó despierta. 

CONTINUARÁ- 

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