Día 7
Ejercicio de calentamiento:
Creo
que tengo una tendencia al voyeurismo. No el sexual, el existencial. Me gusta
ver lo que hace la gente. Me encanta ver las ventanas abiertas y ver qué pasa
dentro de los apartamentos. Cuando ando de noche por la calle me quedo viendo
las ventanas por las que sale una luz verdosa, como de neón, me encanta ver
cómo esa luz de pronto se torna más azulada, o morada, a veces blanca y
reconocer que allí están viendo televisión.
Entonces
empiezo a imaginar, tal vez será una familia. Una familia de cuatro, que
decidió esa noche ver una película que había propuesto la mamá desde hacía
tiempo, y esa noche, por fin, decidieron complacerla. Y al final, la regañarán
con cariño, porque las mamás con el tiempo se nos va ablandando el corazón, y nos
gusta ver esas películas melosas y tiernas, con un mensaje súper positivo para
las mujeres de cierta edad. El amor sí existe. La belleza física no lo es todo.
Y el esfuerzo que has hecho durante todos estos años sí que merece la pena.
Otras
veces imagino una sala con un sofá viejo y gastado. En el medio una mesa
rectangular y enfrente una televisión, como las de antes, que tenían un culo
enorme. Ahí un partido de fútbol que ve un gordo vestido con una camisa de
rayas. Ese gordo es el marido de una mujer agotada, llena de rollos, mentales y
en el pelo, que ya no sabe bien qué hacer para que su marido la tome en cuenta.
Nunca he pensado si tienen hijos o no. No sé. Imagino que si los tienen están
dormidos o encerrados en su cuarto, pero ella está en la cocina. Porque no le
gusta el fútbol. Porque el marido jamás la invitó a ver el fútbol con ella.
Porque en el fondo ella sabe que al marido le importa un pepino si ellá está
con él o no. Es lo peor de todo, ni siquiera es el odio, es la indiferencia. Un
desprecio silente que lo va carcomiendo todo. La autoestima. El deseo. La vida
en general. Y me imagino que ella en la cocina sigue buscando algo de actividad
para no pensar. Limpiar las ollas. Ya. La nevera, por dentro y por fuera. Ya.
Sacarle brillo al caldero. Ya. Hacer la lista de la compra. Ya. Dejar una sopa
hecha para mañana. Ya. Poner a remojar la ropa delicada. Ya. Siempre he pensado
que las casas en extremo ordenadas esconden muchos secretos.
Tal
vez pienso eso del orden porque yo soy una persona desordenada. No en extremo.
No como una casa a la que entré una vez en la que el chamo tenía la ropa en el
suelo. Literalmente. Era un montón. Una montaña de pantalones, camisas, medias,
interiores, todo tirado frente de la cama. Como si nadie le hubiese dicho que
había otra forma de mantener la ropa. Ese era su sistema. Cada quien tiene su
sistema, dependiendo de cómo lo criaron y cuál fue su experiencia. Para unos
requiere seguir al pie de la letra, de forma mecánica y obsesiva el un lugar
para cada cosa y cada cosa en su lugar. Para otros el sistema es distinto.
Tengo
una amiga que una vez llamó la policía porque estaba llegando de vacaciones y
escuchó un ruido raro en su apartamento. No abrió la puerta hasta que llegó la
patrulla y los oficiales fueron los que entraron primero. “¡Señora la robaron!”
Y ella muerta de pena no hallaba como decirle, no, lo que pasa es que este es
mi sistema, y eso que ordené antes de salir.
Yo
soy más o menos así. Tengo mis manías. Los voyeuristas que se asomen por mi
ventana se darán cuenta que soy obsesiva con hacer la cama. No puedo estar
mucho tiempo levantada y que estén las sábanas locas, desarregladas, el
cubrecamas en el piso, junto con los cojines. Me siento enferma. A menos que
sea domingo. Aunque los domingos hago la cama, si puedo tolerar dejarla sin
hacer un domingo. Es una manía. Es algo que no tiene explicación.
También
me molesta que los cepillos de diente no estén en un vacito, en forma vertical,
y que la pasta esté estripada por todos lados. Me gusta ir apretando desde el
fondo del tubo para que salga todo. Así me lo enseñó mi mamá. Es una manía
heredada. No me importa que las medias blancas y las de colores estén juntas y
puedo tener ropa limpia y doblada al pie de la cama semanas. Literalmente
semanas.
Mi
escritorio es un caos. Un desastre. Un poco como es mi cerebro. Aquí una
factura, allá un folleto de unos cursos de no sé qué, más allá unos colores y
por allá unos dibujos de la pioja. Las plumas están en una gaveta junto con las
fichas y los cuadernos con los que trabajo, en esa gaveta no me gusta meter más
nada. Es como pedirle a las demás cosas, porfa dejen a estos tranquilos que
estos son importantes.
Eso
es en referencia al orden. ¿Cómo se verá desde abajo mi ventana? También me
gusta hacerlo. A veces llego a la casa y escucho al bebé llorar. Es la casa
donde hay un bebé. Y subo corriendo y casi siempre es que uno llega justo a la
hora en que se levantan de la siesta. Otras veces veo la ventana de la parte
del salón donde está la compu. Una luz amarilla. Estática. Me imagino que mi
esposo ya llegó y la prendió y que todo está tranquilo, porque yo llevo la
marabunta encima y todo va a cambiar en lo que la llave, que voy a pasar cinco
minutos pescando dentro de mi cartera, de la vuelta a la cerradura y entremos
con nuestro ruido, y se prendan otras luces y comience la rutina más agobiante
del día, la de acostarlos. Esperando ese momento en que podamos apagar las
luces y sumirnos la penumbra del televisior. Yo siempre me levanto a la media
hora. Si sigo allí no aguanto y últimamente me cansa la televisión. Entonces me
imagino que de abajo se verá una luz, la de mi ventana. Una luz blanca pero un
hilito de luz. Como un círculo que se ve en un extremo de la ventana y que
desaparece en la oscuridad. Se notará que es una lámpara, y yo si lo viese
desde abajo diría, allí alguien está leyendo.
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