Ficciones: Texarkana


Nosotros siempre fuimos almas viejas. No nos robamos el carro, aunque sí manejamos a escondidas. ¿Eso es robarse el carro? Bueno, entonces sí lo hicimos. Pero fuimos siempre prudentes. No mentimos más de la cuenta. No nos escapamos. Fuimos como los muertos de la canción de Mecano, todo lo hicimos sin pasar de la puerta, porque sabíamos dónde teníamos que estar.

No nos botaron del colegio. Ni llamaron a nuestros papás. Y si lo hicieron al menos yo no lo recuerdo. Sí fumamos a escondidas, entre los matorrales de casa tu abuela. Yo me moría de miedo y tú los sacabas como si fuese cualquier cosa. Como si hubiese una cámara escondida y el mundo te estuviera viendo. Presenciando tu franca rebeldía.

Nos enamoramos mil veces. Yo de ti. Tú de mí. Nunca al mismo tiempo, y después no quedó más remedio que enamorarse de otra gente. Odié a tu primera novia tanto como tu odiaste al tipo que resultó ser destinatario del “me empaté” que según tú, te confesé demasiado tarde. Me reclamaste haberte enterado de último. Claro que tu reclamo no fue el de cualquier celoso, más bien estabas como resignado. Como si en el fondo no te importara.

“¡Qué mierda” me dijiste “vas a pasar veinte meses con ese tipo y después te vas a arrepentir.” Tenías toda la razón. Luego de tres años un día me dije, no fueron veinte, sino treinta y seis meses que se fueron a la basura, todo para escuchar un día algo que hoy es un clásico de las mentiras para terminarle a la pareja: “no eres tú, soy yo.”

Es curioso, como cuando escuchas algo la primera vez suena tan original. Como cuando escuchas algo al estar enamorada te parece la verdad más grande del mundo. Como en la adolescencia todo tiene un deje tan puro, tan inviolable, tan parte del mundo y tan incomprensible por todos los demás. Somos tan únicos, tan impolutos, tan nosotros mismos aún sin saber quién somos.

Recuerdo que te llamé llorando y tú me dijiste casi con crueldad “yo te dije que ese tipo no te quería.” Yo no dije nada. No estaba de acuerdo, pero no tenía fuerzas para defenderlo. Yo pensaba, pero si él me dijo que yo no era por mí, era por él, si no me quisiera me lo hubiera dicho de frente. “¿Te lo dije o no?” Insististe. Pero yo no estaba lista para reconocerlo. Para ese entonces teníamos diecisiete. Esa tarde nos montamos en el carro de tu papá y le gritamos a la gente que caminaba por la zona de Colinas de Tamanaco cosas como “¡se le cayó la peluca!”

Sacábamos la cabeza por la ventana como perros. Nos reíamos y yo sentía que no aguantaba, que me iba a hacer pipí de la risa. Se acercaba carnaval y yo te dije que la semana próxima deberíamos comprar huevos y tirarlos. Y te dije que fuéramos al colegio de él. Tú no sospechaste nada. Creo yo. O te hiciste el loco. No tenías por qué sospechar, después de todo, él se había graduado, ya estaba en la universidad, nosotros éramos unos niños de pecho. Él no iba a estar allí ¿Qué podría ganar yo con ir a tirar huevos a su colegio si él no iba a estar?

No sé. Era algo totalmente irracional. Yo sentía que estando en su colegio al menos una parte de él estaría allí. Qué patéticas somos las mujeres ¿verdad? Yo siempre te quise confesar eso. Es la típica cosa que a los treinta ya puedes confesar sin que te juzguen demasiado, porque se supone que a esta edad ya entiendes la vida mucho mejor que cuando no llegabas a los veinte.

No estoy tan segura. De verdad ya no estoy tan segura. No sé en qué momento maduré, si es que alguna vez lo hice. Sólo sé que un día se volvieron inapropiadas ciertas conductas. Sólo sé que una pelea con mi esposo un día escuché que gritaba “no soporto tu actitud de niña de cuarto año de bachillerato. Es insoportable.” En ese momento me pegó todo.

Me quedé callada porque en mi cabeza sonaban The Commitments, Try A Little Tenderness, y tú y yo gritábamos a todo pulmón. Yo el coro y tú eras la voz principal, y el Chevrolet azul de tu papá se mandaba la bajada del Hatillo como si abajo estuviera la gloria. Porque así éramos nosotros. Íbamos siempre al revés.

Esa pelea, de las últimas que tuve con el que ahora llamo “ese señor” fue en un hotel de Luisiana. Una ciudad poblada por fantasmas que van a casinos, que tienen vasos de algo que parece whisky en la mano, pelos amarillos y pieles anaranjadas. En las calles muchos negros. En los caminos muchos negros.

Al día siguiente nos montamos en el carro y seguimos el camino hacia Arkansas. No sé si es que Luisiana es así, pero se a mí se me pareció mucho a ese camino que hicimos en Margarita. Cuando nos paramos en La Galera y nos sentamos en la plaza a imaginarnos lo que sería vivir allí.

A mi lado el hombre con que me había casado iba callado. Mirando el camino sin decir nada, y yo que pensaba en La Galera y en los negros sentados a la orilla de la carretera, dejándose llevar como un río, y me moría de ganas de decirle “imbécil, all you gotta do is try a Little tenderness.” O no. No gritarle. Eran ganas de cantar, de ser otra vez lo que fuimos a los diecisiete. ¿Por qué no pudimos seguir siendo eso? ¿Quién dice que no se puede? ¿Quién dice que no puede haber un hipopótamo montado en el techo? ¿Quién dice que un día dices que sí y eso es todo?

Y viendo los árboles pasar a velocidades supersónicas, mezclados con casas, con gasolineras, con camionetas Chevy enormes, con asfalto y la señal gigante de decía Welcome to Arkansas no dejaba de sentir un hueco en el estómago. Una perforación de extractor de petróleo. ¿A dónde te habías ido? ¿Dónde estaba mi mejor amigo? Ese que iba estar ahí toda la vida. Con su mal aspecto de adolescente descarriado. Con su sabiduría de viejo prematuro. La música pavosa que a mí me gustaba. El rock y la banda que habías formado con otros tres loosers a los que también les había perdido la pista.

¿Qué había pasado con el mundo que íbamos a conquistar? ¿En qué momento de nuestro horrible vestuario de los años noventa lo habíamos convertido en un mundo corriente? ¿En qué día pasamos de ser alguien a ser cualquiera que se viaja rumbo a Arkansas? A una vida que no era la planeada. ¿No le íbamos a demostrar a la directora del colegio quiénes éramos? ¿Al bullie y al papá del bullie? ¿A la vieja loca? La mamá de aquella estúpida del salón que la tenía agarrada conmigo?.

¿Y tú batería vieja? ¿Mi cuaderno morado? Ese que nunca terminé de llenar. Lo vendimos todo por un poco de adultez. Y el viaje a la Gran Sabana. Y los besos en aquel cine. Y las discusiones acaloradas sobre política y la porquería del mundo. Y las tareas que no hicimos. Y los conciertos en que nos sentimos en el tope del mundo. Y Los zapatos esos que me costaron la mesada de un mes. La camisa que te regaló aquella tipa que llamabas tu novia. La carta que me escribió el pobre diablo al que le dije mil veces que no. El castigo de tu papá. La noche que nos quedamos en la puerta de mi casa hablando hasta la cinco de la mañana, la primera vez que pisé una discoteca. El perro que murió. La primera borrachera, cuando me trajiste una vez más sana y salva hasta la puerta de mi casa.

¿Qué pasó con todo eso? Con todo los que quedó pendiente. No sé qué le hice a mi vida. Sólo sé que tenía que llegar hasta Little Rock y me bajé en Texarkana. Tiré la puerta del carro y me fui a buscar un hotel. Mientras llenaba la ficha con mis datos en un Holiday Inn inmundo recordé que había una canción de R-E-M que te encantaba, Texarkana. Terminaba con la frase “catch me if I fall.” Entonces lo vi claro. Las casualidades no existen. Mi primera tarea en esta nueva etapa mi vida: encontrarte. Tú me vas a proteger de esta caída. Una vez más.

Comentarios

DINOBAT ha dicho que…
Este en realidad es el mejor...aunque los recuerdos son mentiras.

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