El Título de Preescolar


En un mundo que cada vez se vuelve más tecnológico y en el que el conocimiento se profundiza en todas las áreas subestimamos lo que se aprende en los primeros años de vida. Después de todo, a nadie le dan un título de Preescolar. Uno no sale del jardín de infancia con toga y birrete. No hay discurso, ni invitado especial y los padres sólo lloran si cuando dejan al niño este a su vez no hace un escándalo que le refuerce al progenitor la idea de que su hijo le quiere.

Hoy en día hay más gente que termina el bachillerato o que saca un diploma técnico, que se especializa en tal y cual cosa, desde lo más académico, hasta lo más práctico. Se podría decir que ya ser carpintero no es nada más agarrar madera, martillo y clavos. El mundo se ha vuelto algo muy complejo.

Nada de eso está mal. El problema es que mientras más elevados creemos que somos, más nos olvidamos de lo básico. Subestimamos aquello que nos enseñaron de pequeños, porque lo creemos ínfimo en comparación con nuestro cerebro expandido de universitario, de hombre de negocios o de padre de familia.

Pasa que en esos primeros días nos enseñaron la clave de la vida, de la convivencia. Nos enseñaron a decir por favor y gracias, a saludar al entrar a un lugar, a compartir las cosas, a convivir entre compañeros, aunque de vez en cuando a uno le decían “si te pegaron, entonces pega tú.” Porque ciertamente a veces no queda más remedio que defenderse. La vida es así. Pero es a lo largo de los años y con la llegada de la madurez que uno aprende cuando el golpe se devuelve y cuando el golpe se perdona.


No estamos haciendo la transición de niños a hombres como es debido. Tal vez la estamos haciendo físicamente, porque claro está que el tiempo no se puede detener. Aunque tratemos de aferrarnos al botox y a todo el repertorio de procedimientos del Dr. 90210, inevitablemente llega un momento en el que nos toca aceptar que la batalla con el reloj y con el espejo se perdió. Entonces ¿qué queda?

Si no hemos pensado en más nada. Si no hemos dedicado la vida a otra cosa que aferrarnos de aquello que fuimos cuando no sabíamos quiénes éramos, entonces no podemos llegar a ser gran cosa.

A diario veo que la gente se golpea mutuamente, como dice Fito Paez “tiempos donde todos contra todos. Tiempos donde nadie escucha a nadie. Tiempos donde siempre estamos solos.” Muchos de nosotros nos horrorizamos frente al televisor ante la atrocidad y la desgracia que enluta y malogra a tanta gente, algunos que no están a más de una decena de kilómetros de nuestra casa. Nos tapamos la boca y los ojos con horror. Buscamos en algún lugar de la memoria el nombre de alguien que nos sirva para echarle la culpa de lo que estamos viendo. Y si no aparece el nombre de ningún ser humano entonces culpamos a Dios o a los Mayas, porque uno creó el mundo y los otros dijeron que la destrucción era inminente.

Lo peor de todo es que después de creer que nuestro nombre pertenece a una lista de no sé qué santos inocentes, salimos a la calle a atropellarnos. Ya sea a devolver los golpes que nos dan o pegar aquellos que sentimos que tenemos derecho a dar. Porque después de todo a lo largo de la vida nos fueron dando armas, no herramientas, sino armas. Porque nos convencieron de que la única forma de ser alguien en la vida era surgir entre un mar inmenso lleno de gente que es nadie.

A veces me llena de tristeza lo vacío que se ha vuelto el mundo. Lo dependiente que nos hemos vuelto como sociedad en la frivolidad, en el materialismo desacerbado, la falta de criterio a la hora de determinar qué cosas valen la pena y qué cosas no tienen el menor valor. Da terror pensar cuánta gente habrá perdido la vida por algo tan ridículo como un teléfono celular.

Es irónico que mientras más barato se producen las cosas más caro queremos pagar por ellas. Mientras más redes sociales tenemos a la mano, más nos encerramos en nuestro propio mundo. Porque yo puedo seguir al que piensa como yo, y al que piensa distinto simplemente lo ignoro, o peor, lo puedo insultar desde el anonimato, porque ya ni siquiera hace falta dar la cara para decir lo que piensas.

Es más, ya ni siquiera hace falta pensar, le puedes dar RT a las ideas de otro y ya ni siquiera tienes que hacer el trabajo de ser tú mismo. Mientras más formas tenemos de comunicarnos, más nos aislamos. Es más cómodo así. Es mejor construir un mundo en el que sólo cabemos nosotros, y los que piensan y son como nosotros. Un poco como funcionan el cielo y el infierno, todos los buenos de un lado y todos los malos del otro.

Al final del día, eso que aprendimos de chiquitos, eso de pedir perdón y compartir, eso de convivir y escuchar al otro, de decirle por favor y gracias, de dejarlo pasar y no pegarse sino pedirse las cosas con respeto. Eso de abrazarse y seguir siendo amigos, al menos compañeros. Eso es cursi y pasado de moda. Eso es demasiado para una era en la que nuestros cerebros a diario absorben mucho.

Comentarios

Coraline ha dicho que…
excelente post!
Francesca ha dicho que…
Buena reflexión.
Tomo del pre-escolar la posibilidad de seguir siendo aprendices aunque tengamos papeles que digan que sabemos mucho

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