La felicidad en pote de jabón
A veces me pregunto si seremos demasiado exigentes, si es
cuestión de perspectiva, si es verdad que en toda crisis hay un aprendizaje y un camino para evolucionar. Todo esto gracias a un pote de jabón de lavaplatos
líquido que conseguí ayer en el mercado. Me pregunto entonces si no será hora
ya de que Las Llaves le de un tinte más filosófico a su campaña de mercadeo.
Vamos a estar claros, los venezolanos no compramos el jabón que quita más
grasa. No importa si huele a limón, o si tiene extracto de compota de arándano
del Japón cultivado por frailes sordos. Es más, no importa si es un producto de
Guinea Ecuatorial que huele a diesel de avión y que si te cae en un ojo ni
llames al médico, usa el sacacorchos y ve a hacer la cola porque seguramente
parches para ojo tampoco hay (Preguntémosle a Dossier en todo caso). El caso es que compramos el que hay. Y si hay el que nos gusta, el que en
algún momento quisimos, el que ya nos habíamos resignado a no conseguir, (no me
toquen el tema Mazeite), eso ya es lo de menos. Ya ni lo decimos, ni lo preguntamos. ¿Cuándo fue la última vez que dijiste yo uso tal marca? Con la convicción de que la usas porque la quieres, no porque la consigues.
Ayer cuando tenía el jabón en mis manos me sentí feliz. Luego
sentí una especie de asco por esta felicidad.
Por un lado es un puto jabón. Por otro, no dejo de
maravillarme ante la realidad de que algo pequeño me haga feliz. No dejo pasar
la lección, tipo Dalai Lama, sabiduría oriental, Zen, las cosas pequeñas pueden
hacer la diferencia. El tema está en que esta felicidad no viene de un proceso
interno. No es ese plan come-flor de alegrarme con la calidez de una mañana, de
no necesitar algo costoso o grande para sentirme feliz. De decirme oye sabes qué, saca a las Kardashian de tu cuerpo, un pequeño gesto de la
vida a veces basta.
Después me doy cuenta que esta felicidad es una trampa
construida por este sistema perverso. Esto es no producto de mi inteligencia
emocional, ni de mi capacidad para poner las cosas en perspectiva. Es que de
pronto aparece algo que yo pensaba que estaba fuera de mi alcance y la vida, la
circunstancia me lo presenta y yo creo que con eso basta. No es un pote de
jabón que yo quise, no es que si dejo de tenerlo porque no lo quiero o no lo
necesito. Es algo que no depende de mí, es la circunstancia, la realidad tan lejos de mi alcance, alguien más
decide por mí. Es ese jabón, el bueno, el malo o ninguno y no hay opción. La felicidad de ese jabón es momentánea, falsa,
fabricada, está ligada a un nerviosismo que arranca con más fuerza,
porque tarde o temprano se va a acabar y no sé si podré pasar por el mismo proceso. O si más bien terciará en el vacío de no conseguirlo, y el zen se irá por la borda, porque entonces sentiré que ya no hay maravillas por las cosas pequeñas, sin uno un apego feroz a lo material y una rabia latente por no poder determinar ni siquiera algo tan pequeño en la vida como con qué jabón lavo un plato (no me toquen el tema de si hay agua).
Tal vez, en otra oportunidad me toque ser la señora que se
multiplicó como si cristo la hubiese confundido con un pez, ¿hay jabón en polvo? Ante la negativa la mirada
el suelo. El murmullo. La queja en voz baja. Remolino de negatividad. No hay
Dalai Lama para usted, ni pequeña victoria, ni reflexión filosófica. Hay dosis
de rabia y de negatividad. ¿Cómo es que ahora hay que invertirle tanto esfuerzo
a las cosas tan pequeñas? Hemos aprendido que en realidad no importa tanto el
jabón que uses, porque ahora las de pelo rulo usamos shampoo para pelo liso y
caemos en la trampa de agradecer el shampoo y punto. Sin embargo, la lección
pasa por encima. Es una lucha. Se siente casi como un botín. Ya pareciera algo
robado. Compras más de dos porque te dejan y sientes que estás haciendo algo
mal. Y de pronto reconcoes algo peligroso en tu cerebro, una forma de pensar
que va cambiando. Lo ves, ahí con tus propios ojos, lo sientes en la piel, en
la mente, en el corazón. Así se cambia una ideología. Así se afecta un pueblo.
Así se mezcla la historia con la podredumbre de manipular a la gente con un
sentimiento de culpabilidad que creíamos exclusivo de las religiones.
A veces pensamos que estamos exentos. Que no nos llega la
maquinaria del sistema porque somos tan educados, pero la verdad es que vivimos
aquí y que esto no deja de afectarnos. Que la crisis existencial también lo
agota a uno, que la lucha no es sólo de peregrinar entre farmacias, es que de
vez en cuando la vida te sorprende con maravillas que no son tales. Que si bien
hay que saber disfrutar de la suerte, no podemos caer en la trampa de que nuestra felicidad dependa de algo que no hemos construido,
ni armado, ni mucho menos pensado. Que nos roban la voluntad y se nos meten por
los poros. Sin que nos demos cuenta. Que la fiebre del Chicungunya dobla las
articulaciones, pero esto nos dobla las neuronas, las atrofia, nos hace pensar
que somos dueños de algo que nos es totalmente ajenos: nuestras emociones y
nuestro destino.
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