Sin título

Esta mañana recibí la noticia de la muerte de un primo querido. No hay muchas palabras. No hay mucho que escribir. No sé si sea o si pueda narrar ciertas cosas, recuerdos, pensamientos. En general todo eso lo asumo en el terreno de la ficción. No estoy hecha para la crónica estricta de lo que he vivido. Me da tanto miedo fallarle a la verdad, a la vida, que me traicionen los recuerdos, porque uno recuerda como quiere recordar. 

En el caso de  Carlos Luis, no sólo es el papá de alguien a quien considero mi morocho, mi consejero de vida, mi confidente, mi socio en toda cantidad de empresas locas, somos cierto tipo de crimen organizado cuya actividad no está tipificada en la ley. El Pepe Grillo hecho a la medida de la vida, un hombro y un espacio. Un incondicional. Ese, que te lo dice, eso que nadie más te dice. Y ya. Palabras más, palabras menos, lo necesario. Y verlo triste, me desbarata. Es mi guerra nuclear. 

Inevitable  dar las gracias y putearle a la vida al mismo tiempo. ¿Qué es esto? ¿Por qué esto es así? ¿Por qué a los tablazos? ¿Por qué un día suena el teléfono y te das cuenta que el tiempo ha pasado y que la vida si tiene cuentas contigo, y que la cagaste monumentalmente al asumir que todo es eterno? Es lo primero que pienso, que dejé pasar muchas oportunidades como siempre, que mi mundo es demasiado estrecho.

No puedo evitar recordar a Carlos Luis. Sobre todo un día en que mi carro se volteó y no me pasó casi nada, pero igual fui a parar a una emergencia. Parecía una película de Ben Stiller en realidad. Un cirujano a quien yo le preguntaba cuántas tetas y caras de vieja había operado me cocía un brazo, y de pronto una de mis tres hermanas, que estaba afuera junto a mi papá y mi mamá, mi primo, mi cuñado, la esposa de mi primo, avisó que Carlos Luis y Emiliana también habían llegado. Un domingo a las diez de la noche. ¿Sabes? Porque si tú estás en la clínica, pues ellos iban. Y ahí han estado, en tantas cosas. En tanto que a Carlos Luis le debo el techo bajo el que escribo esta nota. Siempre incondicional. Amable. Desprendido. Siempre. 

Una persona que nos enseñó el humor ante todo. La forma de tomar la vida como lo que es, algo no tan serio, algo de qué reírse siempre. Carlos Luis era una de esas personas que sabía manejar la acidez. También era una de esas personas que decía lo que pensaba, que llevaba sus principios antes que cualquier cosa. Nada de hipocresías, de falsos apretones de mano, nada de estar pensando que la moral es relativa y que se vende, y que se puede ser flexible con la integridad porque los tiempos cambian. Y así educó a sus hijos. Y uno los ve y se da cuenta, que por dentro son de roble y de un material que no tiene nada que ver con la composición del cuerpo humano, sino del alma y del corazón.

 A Carlos Luis lo tengo en mis primeros recuerdos. Y no puedo evitar sentir como si me hubieran quitado un trozo del suelo por el que camino. También que se ha ido un pedazo de ese país que quedaba en el corazón y al que tanto nos aferramos. Un hombre trabajador, soñador, amante de su historia, de su familia, entregado esposo, papá. Una persona que tenía un don que tienen tan pocas personas, y es que siempre, donde estuviéramos, Carlos Luis nos hacía reír. Siempre. Yo cuando pienso en él pienso en la risa. Y creo que lo que más voy a extrañar es reírme junto a él.  

¿Qué dice uno ante la muerte? Todavía no sé. No se si haya algo que decir. Si valga la pena. Si sirva. Si la verdad es más bien ante la vida que uno tiene que decir. No dejo de pensar en la estupidez de vivir siempre convencidos de que hay un mañana, que quizás es mejor asumir que sólo es hoy. No dejar pasar lo importante. Me refiero a los abrazos, la presencia, el estar y no estorbar, el tacto, la mirada, la compañía. Al final el alma es una mezcla de recuerdo y deseo con un mínimo componente de presente. No es más nada. Creo que hay que colmarlos de presencia, de luz y de risa. Que la memoria pese con colores. Y ya. A Carlos Luis lo voy a recordar así. Aunque ahora no pueda evitar sentir este hundimiento y este vacío. Este tablazo. Esta sensación tan extraña de asumir que habrá que acudir a los sueños para volverlo a ver, que en estos momentos  uno también se hace y se define, y que sí, efectivamente somos mortales.

Por último recuerdo una película que vi hace poco, en la que un muchacho ateo tiene mucho trabajo perdonando a su padre. El caso es que al final, para convencerlo de que acudiera al encuentro del señor, que estaba por morir le dicen una frase que me marcó: "tal vez no creas en Dios, pero tienes que creer en la familia". Pues sí, yo sí creo en Dios, pero sobre todo creo en en la familia. Creo en su manifestación. Y no tengo pruebas, pero lo sé, lo sé en el fondo de mi corazón, Carlos Luis fue a un lugar mejor. A un lugar al que hemos de ir quienes vivamos así, con principios, con risa. Haciendo el mundo un lugar mejor, sin demasiado esfuerzo, sólo dando lo mejor y ya. 

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