Vivir con un velociraptor dentro
¿Cómo
domar al velociraptor que vive en el estómago? Yo tengo un velociraptor que
vive dentro de mí. Se come todo. Menos
la angustia. Menos el miedo. Menos las inseguridades. No siempre está
despierto. Es entonces cuando puedo pensar. Pero una vez que se levanta, ya no
soy dueña de mí. No puedo decir lo que pienso. Sólo lo que ordena el
velociraptor. No soy coherente. Ni racional. No tiene sentido nada de lo que
digo. No hay un hilo conductor en mis acciones. El que manda es el
velociraptor.
Carnívoro
al fin. El velociraptor se ha ido comiendo mis entrañas. Se ha ido comiendo
partes de mí, y aunque los cirujanos tal vez encuentren mis entrañas intactas,
lo que el velociraptor se ha comido de mi interior se manifiesta en la suma de
errores, de traspiés, de desaciertos, de palabras y gestos desafortunados que
he acumulado a lo largo de los años.
Lo
curioso del velociraptor es que, tiene su corazón. No es puro rugido y
destrucción. Es quizás por eso que nunca he tenido la fuerza de extirparlo,
aunque, no sé si realmente pueda. Me lo he propuesto. Pero siempre a mitad de
camino he perdido la voluntad. El velociraptor y yo en el fondo, nos queremos.
Hemos estado juntos toda la vida, y hay algo de estar con alguien o con algo, o
con una parte de ti desde toda la vida, que es más fuerte que cualquier dictado
de la sociedad o de la razón. Yo sé que el velociraptor está aquí para
quedarse.
El
velociraptor es el motor de noches como esta. El reloj de la computadora marca
03:30 am. Hay quien la llama la hora del diablo. Yo la llamo la hora del
velociraptor. El quiere que nos sentemos a escribir. Porque el velociraptor,
aunque me de un poco de pena decirlo, es algo poeta. Se pone hasta cursi.
Tiende a la melancolía, a la tristeza, me hace llorar, escupe un fuego que me
nubla la vista, me intoxica, me lleva a otros lugares, lejos, muy lejos de la
pantalla azulosa y las teclas suaves, del sofá que me molesta en la espalda y
los ojos hinchados por la falta de sueño. El velociraptor tiene la capacidad de
darme otras pieles y abrirme la imaginación. El velociraptor no es tan malo. Me
hace daño, pero me deja más de lo que me quita. En suma. Así debe ser toda
relación. Porque ¿en qué relación no hay daño?
Claro que dicho carnívoro prehistórico, descrito tal vez en
los últimos párrafos con mucha benevolencia de mi parte, no deja de ser
sanguinario. No deja de ser un cazador. No deja de estar acechando constantemente,
obligándome a engordar mi interior con presas para alimentarse. Una vez
satisfecho, cual perro fiel se acurruca en la boca de mi estómago, espera un
rato, luego salta y juega. Susurra cosas. Cosas como, ¿por qué no mejor
retroceder en el tiempo? ¿Por qué no mejor revivir esto o aquello? ¿Por qué no
hacerlo distinto? ¿por qué no desvivir, pero con un solo propósito? Volver a
vivir.
Volver a vivir. Es quizás de las propuestas más crueles que
me ha hecho el velociraptor. La más cruel, es la de vivir por adelantado. Por
eso mido muy bien lo que escribo antes de hacerle caso al animal. No vaya a ser
qué, no sólo tenga poderes de evocación, sino que además sea un vidente. Un
adivinador, un tipo de estos que son capaces de pronosticar el futuro, sin
tener una reputación de por medio. Sólo mis ojos. Sólo mis manos. Sólo un
texto. Una ficción demasiado cierta. Demasiado real. Tan real que lo que vives
comienza a ser una mentira.
A veces pienso que lo único real que tengo es el
velociraptor. Nada más cuenta.
El velociraptor una vez más no me deja dormir. Mis ojos
quieren. Pero él no deja. Está inquieto. Preocupado. Lleno. Indigestado.
Agresivo. Malhumorado.
Me está obligado a decir cosas. Tienes cosas que decir.
Dilas.
Mi status cambia a: pluma en mano.
Defivinitamente no sé otra forma de decir lo que tengo que
decir. Lo demás siempre se lo ha llevado el viento, o ha sido, ya no la poesía,
sino vómito despreciable, del velociraptor.
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