Un lugar público en el que sientes tranquilidad
Es
una versión del oasis en la vida actual urbana. Llegar a un lugar en el que
sientes que no estás completamente solo, pero a la vez no conoces a nadie y
nadie te molesta. Te sientes casi como una edificación. Llegas a un café,
consigues una silla cómoda, te acuerdas de Friends y Central Perk y el sofá
verde donde se sentaban Chandler, Rachel, Mónica y el resto de los amigos. Te
sientes feliz de ser parte de una referencia urbana, contemporánea, como si fueses
realmente un hijo de tu tiempo y parte de la movida actual. Porque esta
vorágine tecnológica y de rapidez en el cambio nos hace sensibles a lo nuevo y
alérgicos a lo viejo.
Lo antiguo
es más que pasado de moda, es delicado, porque a la vez hay un culto por lo
retro. Una nostalgia por lo que ha pasado, porque no hemos tenido tiempo de
digerir épocas que parecieran parte de la prehistoria pero que forman parte del
grupo de años que acumulan nuestra biografía. Es grave, porque resulta que ya
teníamos un reloj en la muñeca que marcaba días y meses en 1983 y de repente
nos parece que eso es retro. Casi como si no lo hubiéramos vivido. El tema es
que sí lo vivimos, pero no lo digerimos.
No
hemos tenido tiempo, entre tanta guerra, tanto conflicto, tanto asesinato,
tanta toma violenta del poder, tanta teoría nueva, tanta información, el daño
que te hace lo que comías con tantas ganas, el daño que hace el problema que
nunca hablabas con tu pareja, el daño que te hace pasar tanto tiempo delante de
la computadora, el daño que te hace no distraerte lo suficiente, el daño que te
hacer no hacer ejercicio, el daño que te hace no leer libros te digan cómo
vivir.
Es
demasiada información. Demasiada información para todo. A veces uno no ubica
dónde termina el colectivo y dónde empieza el individuo. Por un lado somos más
únicos que nunca, más un YO, un solo ente, casi aislado, como si el entorno no
formara parte de nosotros y nosotros no fuéramos parte del entorno. Nos
reducimos a un email, a una cuenta de twitter, a un número de cédula. A las
preferencias que marcamos en el Facebook. Nos gusta algo, eso nos hace único,
con nuestras emociones que nada tienen que ver con el cambio climático, ni
mucho menos con las preferencias sexuales de un presidente.
¿Qué
es uno al final? ¿Realmente tiene que ver con el futuro del planeta la cantidad
de servilletas que acabas de agarrar para tomarte ese café? Es que no nos hemos
dado cuenta. Que somos uno solo. Un solo mundo. Una sola Tierra. Un solo
destino. Todavía se nos olvida que en el fondo la libertad se reduce a muy
poco. Al menos en lo que al mundo externo se refiere. Vivimos sometidos a la
voluntad de los dioses, que en pasado eran lluvia, sol, fertilidad y amor.
Porque siempre hemos sido seres que necesitan copular para reproducirse y eso
aplíquese como se aplique, de forma fugaz, casual, instintiva o pasional,
siempre será amor.
Somos
parte de la jungla de concreto. Del ecosistema de asfalto y acero, de las
cebras que nos corretean pintadas con pintura blanca bajo la señal de paso peatonal
en verde. Somos parte del ruido, de la avalancha de colores, sonidos, olores,
de visiones a veces surreales. Somos tan primitivos como lo fue el hombre que
descubrió el fuego y el que inventó la rueda, el que bajó del árbol, tal vez
asustado por algún animal, tal vez porque entendió que la libertad no es
externa, sino interna. Que al final se necesita un permiso para vivir, que no
tiene nada que ver con la licencia biológica que nos dan los padres de la
naturaleza y la madre Tierra, sino más bien con el permiso interno que nos
damos para hacer las búsquedas a las que no llama nuestro espíritu y decirnos
sin que nos tiemble la voz: YO PUEDO.
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