Domingo sin calle

La ciudad de la furia no está hecha para los domingos lluviosos. Como hoy. Domingos en que llueve temprano y luego, golpe de 5 la calle sigue mojada, y la humedad, y los restos de las nubes y la timidez del sol que trata de hacerse paso hasta que no le quede más remedio que caer, le dan a todo un aire más melancólico que de costumbre. En la ciudad de la furia, no sirve, no funciona. Hace falta una acera. Una cantidad de edificios altos, con vitrinas llenas de cosas raras, con personajes estrafalarios a quienes mirar. Hace falta la posibilidad de abrir la puerta de la casa como si fuera la puerta del mundo y simplemente perderse entre pasos, asfalto y calles inusualmente silenciosas. Aquí no se puede hacer eso. Caminar es deporte de alto riesgo. Entonces, no queda otro remedio que encerrarse detrás de las cortinas de una ventana que tampoco tiene el privilegio de poderse abrir. Queda encerrarse con toda la melancolía y el desespero de no saber qué hacer un domingo por la tarde.

Este encierro me lleva a pensar que realmente gran parte del problema de todos hoy en día es que vivimos fuera de proporción. No sé si será el avance de la tecnología o si es que la forma de comunicarnos se ha vuelto tan inmediata que no ha hecho perder la perspectiva, pero lo cierto es que hoy en día nada tiene su justo puesto. Todo se quiere para ya. Desde una página de internet que no le damos el tiempo para que abra, hasta ese aumento de sueldo que estamos esperando desde el día que nos dicen que un trabajo es nuestro. No aguantamos a que las cosas maduren. No apreciamos lo que tenemos, estamos todo el tiempo fijándonos en qué es lo que nos merecemos tener que otro tiene y que nosotros no tenemos.

Si tenemos un apartamento, queremos una casa. Si vivimos en un edificio, que en algún momento fue el de nuestros sueños, entonces nos sentimos desgraciados porque no podemos tener esa casa tan grande y con su propio jardín. Y así, nada tiene justa proporción, se desprecia lo bueno por el simplemente porque no es perfecto. En los momentos de soltería, se añora tener una pareja, pero después se llora la libertad perdida. Como no si no existiera la compañía en medio de la independencia sentimental, como si vivir en pareja fuese una atadura que pesa, que duele.

Creo que la falta de proporción con que vemos cada cosa de la vida, como sociedad en general, tiene que ver con esa inmediatez con que esperamos las cosas. Se ha perdido el disfrute del trabajo, de irse labrando día a día el futuro, las metas, de levantarte y decir "me gusta haber escogido este camino, me gusta lo que hago." Es como si a cada instante tuviéramos que compararnos con el que le va mejor, con el que tiene más, con el que nos hace creer que es mucho más feliz, sea lo que sea que eso significa.

Qué falta me hace una calle. Una calle por donde caminar. Por donde dejar rodar todo esto. Sería mucho más fácil enfrentar así un domingo solitario y un poco triste.

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