Locos de Parque


Los parques son lugares de una dualidad extraña. Yo antes pensaba que esta dualidad se limitaba a lo que es un parque de día y lo que es de noche. Es que un parque de día, cuando el sol brilla y las plantas esparcen su oxígeno es una cosa. En cambio de noche es otra muy diferente, todo él sumido en una especie de fingida muerte, en la que no hay respiración; entonces se vuelve un lugar solitario y casi diabólico. Como admiradora de parques, intento ir seguido al Parque del Este que es quizás el único como tal en la Ciudad de la Furia, al menos del lado este. Allí pasan cosas tan absurdas, tan propias de la Furia que nos invade, como la pitón que mató a su devoto guardián, hasta la construcción sin sentido que están haciendo.

Este tiempo de ir al parque, de correr y respirar, también me ha dado la oportunidad de ir observando la vida del mismo. De darme cuenta que la dualidad también existe de día. Por un lado, el parque pareciera pura belleza y tranquilidad, y lo que un amigo llama "puro Ipod," una especie de gimnasio público al aire libre. Pero poco a poco me he dado cuenta que hay algo que lo envuelve de misterio. Los personajes que día tras día se sumergen en él buscando no se sabe qué cosa.

Por un lado está la muchacha casi anoréxica que llega a pie. Uno puede ver su piel estirándose sobre sus huesos que están casi a punto de quebrarse a cada paso que da. Luego están los que corren en grupo, como una manada dando vueltas por la grama a un mismo ritmo, y en la distancia un entrenador que toma el tiempo. Ellos quieren aparentar que son corredores profesionales, y por ello van hablando, como si nada. Están las viejitas que van caminando juntas, conversando. Otras que están totalmente concentradas a paso rápido. Están los viejos que pelan bola y los que se encuentran con un amigo y hablan de política a todo gañote. Están los trabajadores de camisa roja, que uno no sabe bien qué hacen, y unos militares que salen con pantalones de camuflaje y unas camisas sucias de una casa que no sé para que utiliza. Está la fachada de las casitas del barrio que da hacia el parque, y no puedo dejar de pensar lo que costaría esa vista si fuese un edificio o si fuésemos un país desarrollado, fuese el bien raíz más caro de la ciudad.

También están los viejos que te pasan por al lado, igual que los maratonistas, que con su vestimenta, su velocidad, su manera de correr, te hacen saber que no están allí nada más que para trotar. Están las que están comenzando, trotando despacio, luchando a cada paso, sudando, con el rojo subido a los cachetes. Los gorditos, muchas veces en pareja, se nota que apenas comienzan por la mirada larga con que ven pasar a los corredores expertos, a veces los ves rendirse en seco. Una vez, se detuvo uno al lado mío y puede escuchar cuando le dijo a su compañero, agotado "Pana, ¡Es jodido!"

Quizás uno de los seres más extraños que he visto en mis días de parque es un señor que corre de un lado a otro de la pista de correr. Va como si estuviera rodando sobre patines, y se acerca a los árboles, toca los troncos o brinca para tocar las hojas y luego se lleva las manos a la nariz, como para sentir el olor de la naturaleza. Una vez se detuvo por completo y abrazó el tronco de un árbol muy grande, de esos que tienen un óvalo en todo el centro y allí le dio un beso, y después siguió corriendo. Me dejó pensando que en la ciudad cabemos todos y que sin excepción cada persona tiene un mundo entero en su cabeza, con sus razones, sus dudas, sus creencias. Yo me reconozco espíritu libre y así sentí a ese señor. Totalmente libre, totalmente feliz, sin pararse a pensar en lo que iban a decir los demás trotadores, ni los niños que juegan en las canchas, ni los muchachos que se aburren en la taquilla de pago del estacionamiento.

También está la muchacha que vende el periódico en la puerta, dejando incluso a una señora a quien no se le puede ver la cara, pues la lleva toda tapada con una toalla y encima se protege con un paraguas y me recuerdo de la suerte que tengo de no tener que esconderme del sol. Hay algunas criaturas que no hacen nada en el parque, simplemente espían y uno se pregunta si esos hombres con su ropa gastada son criminales, son locos, son flojos u olvidados por la ciudad. Por último, están a un lado del estacionamiento las jaulas de los perros de la división canina de la policía. Algunas, la mayoría, están vacías, otras en cambio tienen habitantes que al sentirte cerca ladran con una rabia escalofriante, entonces recuerdas que es mejor irse, porque el parque esconde misterios que uno no comprende y que a lo mejor te puede tragar algún día. Así que como la vida misma uno lo que hace es no mirar fijamente a nada y seguir.


 

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