Una mamá venezolana
Cada vez son más los casos de venezolanos que vienen a vivir
a México. En estos días llegaron unos buenos amigos. Sus hijos son amigos de
los míos y cuando se lo dije a mi hija mayor me preguntó ¿Ellos se vienen por
trabajo o se viene por Maduro? Todavía no dan por sentado que la gente se va de
Venezuela por la situación política. Mientras vivimos allá jugábamos a La vida
es bella. No porque yo crea que las burbujas son la mejor estrategia de
crianza, sino porque la realidad de Venezuela es tan dura y tan compleja que me
parece que la para la niñez son una necesidad y una urgencia. Y no me
arrepiento, porque jamás han sentido que Venezuela es un lugar hostil, del que
huimos, sino que sueñan con volver y piensan en él con amor. Así mi trabajo de
mamá también implica desarrollarles el sentido de pertenencia.
Ese es uno de los retos de una mamá venezolana. No quiero
hablar de las mamás migrantes, emigrantes, de las que se quedaron. Sí, nuestras
realidades, contextos, circunstancias son diferentes, pero estoy cansada de
divisiones. Nadie lo ha tenido fácil. Aquí todos compartimos un pasado común,
un futuro lleno de incertidumbre, un trauma y una misma tragedia. Ser mamá
venezolana en el 2018 es un reto que jamás imaginamos. Yo sinceramente nunca me
imaginé que ser mamá sería esto. La distancia, la incertidumbre, un cambio de
vida tan radical.
Una de las cosas que me quiebra es que el rol de la mamá es
el de la unión. Las mamás somos eso: hogar. Yo crecí alrededor de mi mamá, de
mis abuelas, de mis tías y cuando mis hermanas tuvieron sus hijos mis sobrinos
ampliaron ese círculo de hogar, de familia, de unión, de seguridad. La familia
se reúne, se agrupa casi siempre en torno a una figura materna. Hasta las
familias mixtas, las de dos mamás o dos papás, tienen un alguien que es el
pegamento de las relaciones. Que organiza. Que une. Esa es la mamá.
La mamá venezolana se enfrenta ahora a un reto espantoso que
es el de la separación. Vivimos rotas y separadas. Haciendo algo para lo que no
estábamos programadas, que va en contra de nuestra naturaleza, pero que tenemos
que hacer porque es el llamado de la circunstancia y es que decidimos la
separación. No es sólo la de pareja que se ha visto en bastantes casos, sino
que ahora las mamás nos llevamos a los niños y los separamos de sus abuelos, de
sus primos, de sus tíos, de sus amigos de toda la vida, de sus espacios, de su
acento, de su comida, de su gentilicio, de su historia. Los separamos incluso
de aquello que ellos iban imaginando. De los futuribles de país. No hay nada
que podamos hacer.
Algunas porque nos vamos. Otras porque se quedaron y van
viendo como todo el mundo se va. Hay mamás que mandan a sus hijos a otro lado,
porque aunque no es lo que quieren es lo que toca y es lo correcto. Porque como
madre al fin, así como los tienes que tener contigo, también sabes que lo único
que está por encima de la unión familiar, tu fin último es enseñarlos a volar.
Y por darles esa oportunidad eres capaz de todo. Incluso cuando eso implique
lesionar tu propio corazón.
La mamá venezolana tiene que hacer de una realidad caótica
un orden. Tiene que buscar una rutina y organizar una vida de unos espacios
donde pareciera que lo único que queda es desesperanza y devastación. Allí
donde nosotras no tenemos las respuestas, porque nos sobrepasa la política, la
historia, las confrontaciones, las redes sociales y el miedo. En ese mismo
mundo nos toca construir una rutina, una normalidad. Nosotras somos ese
bastión, porque más allá de las dificultades que tiene el país, tenemos que
armar un espacio para que crezcan con esperanza, con sueños. Porque allí donde
la tirano con su terror no ha podido apaciguar espíritu y corazón es en las
madres que no se han rendido.
Lucha es lucha. La mamá venezolana donde quiera que esté lucha cada día. Incansable.
Contra todo obstáculo, viento y marea, contra la propia realidad. A veces
incluso contra su propio destino. Eso no quiere decir que todo sea momento de
heroico y de gloria. Hay momentos que son de quiebre total. Momentos en que la
oscuridad vence. Nuestro lado más intenso se apodera de las emociones más
negativas y nos sentimos mal, porque encima de la vida que ya no podemos darle
a nuestros hijos sentimos que además la situación nos obliga a mostrarle lo
peor de nosotras mismas cuando lo único que hemos querido es darles lo mejor en
todo sentido. Cuando ese es el motivo del sacrificio. Se nos hace tan injusto. Y es todo tan
agobiante que no hay palabras. Uno sencillamente se desborda.
Ser mamá en cualquier contexto no es fácil. Pero hoy en día
la mamá venezolana tiene el reto de reinventarse constantemente. Nos toca sacar
optimismo cuando no lo hay. Nos toca imaginar lo que para mucha gente es
inimaginable. Nos toca trabajar la memoria cada día y hacer el esfuerzo de
descubrir una identidad que tal vez nosotras mismas aún no descubrimos.
Y eso que no hablo de las mamás que tienen que a sus hijos
sin medicinas, presos o sin comida. Sino de las que ante toda esta
circunstancia, podemos decir que hemos
tenido suerte. Muchísima suerte.
Al final esta situación nos empuja al límite. Es parte de
nuestras vidas y de la de nuestros hijos. Nadie tiene respuestas, ni seguridad
de nada. No hay fórmulas. No hay un camino correcto. No hay un “esto es lo que
tienes que hacer que…”. Ser mamá venezolana es más que en un extremo es también
una gran responsabilidad. Hablamos mucho de los políticos, pero no podemos
olvidar que quienes cambian el mundo una vez fueron niños y esa posibilidad la
tenemos nosotras entre las manos. No es pequeña cosa. Unas se angustian porque
no consiguen pañales, otras porque ven a los que no los tienen sufrir, unas
porque están lejos de su familia tan solas, porque el cambio es tan abrumador
que les gana la tristeza.
Ser mamá venezolana es tener que asumir que vas a ser nada
menos que una heroína. No llenarse de autocompasión. No renunciar a la humildad.
Mantener la frente en el alto, hacer lo imposible por darles aquello que el
país se negó a darles hace muchos años ya: esperanza y sueños. En los días
buenos uno es invencible. Pero en los malos, en los que eres lo que siempre
juraste que no ibas a ser, pensar que no eres la única, que no estás, sola, que
todo esto también pasará y que a pesar de las dificultades no sólo es necesario
enseñarles a los hijos a ser felices, sino a ser humanos.
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