La crisis de los dos años


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Hace dos años me vine a vivir a México. Nunca había estado aquí salvo la semana que vine a buscar casa y colegio para los niños. Aterricé un 11 de agosto en Benito Juárez y nunca se me va a olvidar el momento en que me dieron mi pasaporte de vuelta y el oficial de inmigración me dijo “bienvenida a México”. México es un país espectacular. No sé cómo describirlo, pero tiene una magia que atrapa. No sé si es su pasado mixteca, maya, si es que ha sido de todo, revolución, imperio, virreinato. La Ciudad de México es todo un universo y eso que todavía no he comenzado a explorar el interior del país.

Yo me vine por una multiplicidad de razones. Me vine por mis hijos, me vine por mí. Llegué acá con una visa de estudiante, que no me fue nada fácil conseguir y me bajé del avión casi directo a la universidad. Conseguir la visa fue toda una experiencia, que hoy en día se hace nada en comparación con las trabas y los imposibles que crecen cada día para los venezolanos. Nos decimos que no nos quieren, pero yo no lo veo así, es que ningún país nos puede absorber a todos y aunque resulte incomprensible, (después todo nos cansamos de advertirlo), muchos países creyeron que jamás iba a llegar a esto.

Pero por más maravilloso que sea un país, llegar a un lugar nuevo no es fácil. No es fácil dejar atrás tu familia, tus costumbres, tu acento. No es fácil aprender la vida de cero. Porque eso es vivir en otro país. Es casi aprender a vivir de cero. Soy una persona optimista, que siempre le pone la mejor cara a la vida. No me amilano fácilmente, no digo que no, aprovecho las oportunidades y me gusta probar de todo. Creo que emigrar en muchos casos puede ser una experiencia positiva y feliz dependiendo de la realidad de cada quién, pero eso no quita que tenga un lado duro.

Mi primer año fue de luna de miel. Después de todo, estar estudiando me ayudó en todo sentido. Me enfocó y envalentonó a conocer partes de la ciudad y de la cultura que no habría conocido de haber estado por mi cuenta. Uno de los errores que he visto cometer a mucha gente que no se adapta es encerrarse en su casa, en su barrio, en una esquina. Más en una ciudad como México. Esto es un cosmos. Aquí cada colonia es una ciudad distinta. Cada una tiene sus códigos, sus horarios, su historia. Hay lugares que parecen prefabricados, como la película de las esposas de mentira, hay otros están como suspendidos en el tiempo, casi puedes sentir a los españoles pasando a caballo y la gente gritando “¡Aguas!” que quería decir que les lanzaban orine por las ventanas, por eso hoy se usa para señalar precaución por algo.

El segundo año no fue tan fácil para mí. Terminé el posgrado y ese día llegué a mi casa con una sensación como de orfandad. Me provocaba regresar a la universidad y decirles, por favor no me dejen sola. No quiero salir de aquí. A los pocos meses fue que me di cuenta que Centro (así se llama ni universidad) era mi muleta. Que mis amigos que traducían palabras que no entendía, que estar con ellos cada semana era como ir nadando en el mar y de pronto sentarte un rato sobre una roca al sol y respirar. Cuando me quedé con eso, comencé a naufragar.

Este fue el año en que lloré en el carro el día de la madre. Porque aunque estoy vieja igual tengo derecho a decir, extraño a mi mamá. Me sentí sola al pensar que mis hermanas estaban con ella y yo no estaba allí. Para calmar mi angustia me puse a cocinar y en la gastronomía encontré algo que se me había perdido: un hogar.

Durante mi primer año me desconecté un poco de las noticias de Venezuela. No por mal, sino por lo agobiante que resultaba aterrizar aquí y tener tanta información que absorber. El segundo año me conecté de nuevo. Y  me di permiso para extrañar.

Extraño muchísimo Venezuela. Extraño la temperatura de Caracas, el color del cielo, los aromas del mediodía, extraño la gente, mi gente. Mis amigos con los que leo, con los que bailo. Extraño mis conversaciones, mis chismes, mi miedo compartido sobre el futuro. Extraño el dolor compartido de lo que nos tocó. Aquí no puedo compartirlo, en parte porque uno tiene un poco de esa culpa del sobreviviente, después de todo nosotros salimos, estamos bien. No podemos quejarnos, ¿cierto?

Me cuesta a veces poner las cosas en perspectiva. Me cuesta desahogarme. Nada más ver las trifulcas que se arman en redes sociales, los comentarios que sueltan algunas personas para pensar que es mejor quedarse callado. Cada quién piensa que se llevó la peor parte o que es mejor buscarse un culpable y un enemigo en quien descargarse porque lleva una vida diferente. Así nos veo peleándonos, los que se fueron, los que se van, como si este barco no fuera el mismo.

Uno de los momentos más duros de estos dos años fue darme cuenta que una parte, una gran parte de mi vida está en WhatsApp. No sé qué quiera decir eso. Ni cómo afecte mi futuro. Pero así está mi mundo. Mis afectos, mis conversaciones diarias están en redes sociales. A veces me hace falta el contacto, la presencia, la mirada directa. Porque no es lo mismo una voz a través de un aparato que el estar allí. Es raro, porque sé que no voy a renunciar a eso que para mí se ha vuelto tan vital, pero otro lado he vivido lo suficiente para entender que no puedes construir una vida nueva si no dejas ir la pasada. Sin embargo, Venezuela es algo que no voy a dejar ir, entonces ¿cómo combinarlo todo?

Quizás allí es donde hay una ventaja a través de la historia y los libros. Quizás allí es donde ser lectora, bloggera, contadora de cosas me ayude. También me ha ayudado redefinir mi identidad, mi patria, que no es nada más unas coordenadas geográficas, sino algo mucho más extenso y profundo. Abrirme a la idea de pertenecer a México, de abrazar su cultura, descubrirla, de verdad, dejarme querer y no pensar todo el tiempo en lo que no funciona, sino en que de la crisis no sólo aparecen oportunidades, sino que es un paso para convertirte en el ser humano que quieres llegar a ser.

Esto no ha sido fácil y eso dentro de tantas experiencias de emigración, la nuestra ha sido sencilla. Igual hay días que me miro y me digo ¿Qué hago aquí? Y entonces me doy cuenta que para construir una vida aquí tengo que perder el miedo y realmente aferrarme a ella. Ver la vida un día a la vez y pensar que no es lo que México y Venezuela hagan de mí, sino que una de las grandes lecciones es qué hacemos nosotros de ellos. Este segundo año me pegó la idea que estoy para quedarme y que es el momento de redefinir quién soy. Esto de buscar una nueva identidad es como una nueva adolescencia. A veces hay malestar, a veces hay una sensación de mil posibilidades abiertas y ganas de comerse el mundo de un solo bocado. También entonces pienso en lo duro que es para tantos venezolanos irse, en las condiciones tan difíciles y precarias y me digo que no podemos desperdiciar ni un solo minuto y que con todas nuestras fuerzas tenemos que hacer que cuente. 

Comentarios

Betty Marlene ha dicho que…
Excelente tu articulo, creo que escogistes bien he estado dos veces en Mexico de visita porque mi hija vive alli y me parece un pais con una magia especial, con muchas desigualdades pero con gente trabajadora, con mucha cultura y mucho que ofrecer a sus habitantes y visitantes. Mexico hay que caminarlo y disfrutarlo, mucha suerte en tu nuevo camino

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