La Tarea
Si tienes un hijo en edad de
escuela. Sea pre-escolar o bachillerato entonces ya sabes lo que es el infierno
de la tarea. Están llegando del colegio, tiran los bultos, y uno lo primero que
hace es abrirlo para ver qué hay adentro. Empieza una batalla. Primero uno
lucha con uno mismo, después con ellos. Que si la haces ya. Que si descansas un
rato. Que si no hay televisión. Que si no hay vecinos, ni amigos, ni deportes,
ni meriendas, ni dulces, ni nada que te guste, no hay mañana ni otro día hasta
que no te sientes y hagas la tarea.
Claro, no pensamos que llevan
ocho horas de colegio. Que están cansados, que están hartos, fundidos. A ver,
vamos a ponernos en su lugar: Es como que llegues del trabajo y tu jefe te
mande un mail y te diga, no pero esto es para que me lo hagas ya. Me cierras el
Facebook, no te pongas a bajar True Detective, nada de chat de los amigos, ni
club de lectura, cancela el manicure, olvídate de preparar la cena o bajar al
perro, bañarte, lo siento, cuando termines este reporte entonces puedes hacer
todas tus otras cosas.
Hace unos meses me di cuenta que
el tema de la tarea me tenía convertida en un monstruo. Solíamos jugar memoria
en las tardes, o hacer rompecabezas, y lo confieso, a veces no hacíamos nada.
Nada. Actividades extracurriculares. Leer cuentos, ver tele, hacer galletas,
pasear al perro, visitar a los abuelos. Pasar la tarde. Nada.
Un día la maestra manda un email
y de ahí en adelante, la vida es la tarea. Estaba obsesionada con que hiciera
la tarea y peor que la hiciera bien. Perfecta. Ven, esto no se escribe así. Te
borro. Tienes que hacerlo de nuevo. Ya va. ¿Ese es tu mejor esfuerzo? Ella ojos
de cansancio. Yo de hartazgo. Algún que otro no quiero, y yo encima, así no se
pueden hacer las cosas. Tiene que ser con una sonrisa. En serio. Sí, yo dije
eso. Hacer tus deberes con una sonrisa. ¡Qué santas bolas! Me voy a recodar de
esa ironía la próxima vez que me toque ir al banco o entregar a toda velocidad
un artículo. Y no es que la actitud no importe, pero eso se da con el ejemplo,
no, con el tiempo, no con un discurso que parece sacado de un convento
medieval. Esta suma está mala. Vamos a volver a comenzar. No te quejes. Quita
esa cara. ¿Por qué tanto fastidio?
De pronto me digo, ¿qué es esto?
Pero si ya yo fui al colegio. Por qué de pronto me siento que tengo volver a
estudiar todo esto y además que mi hija lo haga como si ella también hubiera
ido conmigo al colegio. Como si hubiera nacido aprendida y no estuviera
descubriendo hoy o hace dos días que 2+2=4.
Lo que es más, ¿qué le estoy
enseñando a mi hija? ¿Cuál es la lección detrás de todo esto? No es sumar o
restar. No es mira sabes que esto se escribe así o lleva acento. No. Era más
bien a que no puede hacer las cosas sola, a que me necesita allí, al lado,
diciéndole qué está bien, qué está mal, a que su criterio no basta, necesita la
supervisión, la aprobación de alguien que valida, que sabe más que ahorita soy
yo, pero que mañana puede ser cualquiera.
Le estaba enseñando además que
equivocarse es lo peor. Que no es tolerable, ni aceptable, que hay que borrar,
tapar, hacerlo todo hasta que esté perfecto. Que no hay cuota de aprendizaje.
La estaba privando además de fallar. Fallar con su profesor, trabajar duro,
descubrir las respuestas correctas por sí misma. Me di cuenta que estaba
atentando contra un montón de cosas que predico, que si bien los padres debemos
involucrarnos en la educación, apoyar, estar, respaldar, ayudar, aconsejar, porque
sí debemos hacerlo, no podemos dejar que eso se convierta en vivir por ellos y
no con ellos.
Le pregunté entonces a mi mamá
si ella había hecho las tareas conmigo. Salvo algunos dibujos y uno que otro
karma matemático, la verdad es que no. Ese camino lo recorrí sola. Fui mala
alumna sola, porque sí lo fui. También fui excelente sola, porque también lo
fui. Tuve estímulos, los buenos, los malos, los que se basaron en sermones o en
un felicitaciones. A la larga aprendí a aprender y a verle el gusto.
No
quiero ser la mamá agobiante de hoy en día. La que se tiene que sentar como si
fuera una Pietá a hacer la tarea. Me he planteado ya la maternidad como la
labor en la que preparo a mis hijos para cuando yo no esté. Ese es el verdadero
reto. ¿Qué hacen cuando no estás viendo? ¿Cuándo no estás presente? Esa es mi
verdadera tarea. A sumar, a restar, a qué pasa cuando te jubilas y te relajas,
y te dedicas al irresponsable, es algo que deben aprender por sí mismos. Creo
que a la larga en la vida son los fracasos, los golpes, lo que nos enseñan más
cosas. Incluso más que el triunfo. Como padres tenemos un instinto nato a
querer evitar todo tipo de negatividad, pero debemos tener la inteligencia
suficiente de dejar que la exploren, porque lo más triste de todo es que si no
lo hacemos, les estamos montando un entramado para un fracaso monstruoso y sin
ningún tipo de práctica sobre cómo salir de ello, cómo volverse a levantar.
Es su
vida, no la nuestra. Es nuestro deber ayudar a crear el hábito, pero también a
que ese hábito sea propio y no la coerción de un Cancerbero de mil cabezas que
no deja respirar. El mejor aprendizaje, el que se fija de verdad es el que hace
el individuo al descubrir las cosas por sí mismo. Es el que le reafirma su
condición de ser inteligente. Después de todo al colegio le toca lo académico,
a nosotros lo de la vida y las cosas van de la mano y se apoya. No debemos
usurpar su rol, por más delgada que sea la línea y lo que nos duela de antemano
anticipar un fracaso.
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