A los catorce años
Nos
enseñan a no tener la mala costumbre de preguntar ¿por qué? No necesariamente
desde el punto de vista periodístico, sino más bien desde una visión general de
las cosas. El por qué nadie lo sabe en el fondo. Cada quien tiene su teoría y
su verdad. ¿Por qué se suicida un ser querido? ¿Por qué un amigo entrañable
muere de pronto y violentamente en un accidente automovilístico? ¿Por qué a
alguien que queremos tanto le da cáncer y se nos va demasiado pronto? Un día
cualquiera amanece, te pones los zapatos, te miras al espejo, estás seguro de
ser alguien definido, de tener tus cosas resueltas, no todo pero sí mucho. Tomas
tu café y unas horas más tarde todo se viene abajo en unas cuantas palabras y
una foto. En un principio era la vida de los otros, pero aquí ya nos hemos
empezado a confundir unos con otros. Nos hemos dado cuenta de lo unidos que
están nuestros destinos, la carne de uno nos duele a los demás. A casi todos al
menos, porque la indolencia también está viva. Viva y colea.
Nos
aconsejan los expertos en espiritualidad que no preguntemos por qué, pero hay
casos en los que hay que hacerlo. Por qué en todas sus dimensiones y
formas. Por qué en gran cantidad de formatos. Por qué más que cómo, porque el
cómo lo tenemos tan digerido, tan expuesto, es un guión aprendido y ensayado en
este país que ya parece la cuna de la violencia. El ser humano ha sido un
bárbaro desde el inicio, lo primero que hizo cuando evolucionó y bajó del árbol
fue atacar no sólo al que vio diferente, sino sobre todo al que vio similar.
Ahora, lo que se siente es como si hubiéramos inventado la barbarie y la
atrocidad. Crueldad autóctona como un patacón o una arepa. O como si en las
entrañas de Venezuela no hubiese petróleo, sino una verdadera bestia negra que
se despierta y nos ataca.
¿Qué es
tener catorce años? ¿Qué era al menos? Antes de ser alguien que se arropa en
una bandera, que muerde la desesperanza, que se voltea y se da cuenta que un
slogan que termina en o muerte es en serio. Que se da cuenta que ni sus manos
ni su cerebro sirven de nada. Que lo quieren amoldar para la complacencia, para
el silencio, para la mediocridad, que desde el fondo de su ser algo se lo
impide, que ignora su sentido común y arriesga su vida, por la alternativa
también es vivir muerto.
Los
catorce años eran el momento de las hormonas, de los bultos llenos. La tragedia
a esa edad estaba plagada de números y de fórmulas químicas. El mundo se le
venía encima a quién un día entraba a la casa y sencillamente aprendía de una
patada en el pecho que sus padres eran humanos, que mentía, que fumaban, que
traicionaban, a sus hijos a veces, a ellos mismos otras. Dolor era descubrir
que el mundo haría lo imposible para impedirles que vivieran al galope,
convencerlos que no podían. Minar el terreno de imposibles.
A los
catorce años se puede ser cualquier cosa. El chico de tímido, el intelectual
solitario, el que todas las niñas equiparan al último grito en galanes de cine
o de telenovelas. A esa edad se esconde el acné y jamás se devuelven los
libros. Se hacen promesas imposibles de cumplir, se pierde la segunda o la tercera mascota, se jura amistad eterna,
se vomitan las entrañas llenas de alcohol, se sube una falda, se descubre un
sostén, un pezón. Se abre el abismo entre unas piernas y se cierra ante la
indiferencia de alguien que jamás amó. Se aprende el silencio, se derrocha
opinión, mal humor, deseo. Se sueña tan salvajemente que al despertar todo es
pesadilla hasta hacer el juramente de nunca más abrir los ojos o renunciar a
soñar. Todo es tan drástico. La vida es tan corta, tan inmediata y el futuro
algo tan distante que es algo casi alienígena.
A los
catorce años no sé es un héroe. No se debe serlo. No se debe ser el cadáver al
que corresponde un charco de sangre. No se debe ser el rostro del miedo, ni la
imagen de lo imposible que queda tras el eco de un tiro. No se debe ser la
inspiración del llanto, ni un grito silente, un hueco en la tierra, un abismo
que se abre dentro de tanta gente que mira, que no se reconoce en nada, ni en
el Ávila, ni en la bandera, ni en la cédula, ni en el espejo. A los catorce
años no se puede ser el suceso que hace que tanta gente se pregunte: ¿Es que yo
soy el último ser humano?
¿Por
qué? Por qué se ha asesinado a un niño de catorce años. Sin reportes
criminalísticos, sin demasiadas referencias históricas, sin teorías sobre el
futuro, sin juicios abstractos, ni condenas repentinas, sin asumir culpa, ni
mucho menos inocencia. ¿Por qué? ¡¿Por qué carajos la violencia y la cobardía?!
¿Por qué? Por unos dólares, por un puesto en un palacio presidencial, por el
papel protagónico en una cadena, por toneladas de droga, por prestigio, por
envidia, por querer pertenecer a algo que se odia, irónicamente siempre detrás
de todo esto hay alguien que sufre, que daña, que mata porque no aceptó que
quería ser como alguien que odia. ¿Por qué? Por ser el más fuerte, el que ríe
de último, porque hay seres que son menos humanos, o no son ni seres. ¿Por qué?
¿Por qué así?
Dice
Mecano, “yo no sé ni quiero, de las razones que dan derecho a matar”. Pero yo
sí quiero saber. Yo creo que la justicia no implica nada más encarcelar a
ejecutores y responsables, yo creo que obliga a que todos nos hagamos las
preguntas que más duelen y al menos intentemos desde la vida elaborar una
respuesta.
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