Sin pedir nada a cambio
Finalmente
llega el plato que tienes esperando más de cuarenta minutos. Te morías de
hambre, querías tomarte algo, pero como estás con tus hijos tampoco es que te
puedes meter en la botella, pero si te vuelves a servir antes de que te traigan
la comida vas a terminar diciéndoles ¡quédate
quieto! con palabras arrastradas. La típica orden del que no tiene ni idea,
o esperanzas fútiles, porque después de varios años de práctica ya sabes que
decirle a un niño ¡Quédate quieto! es como ir a la playa y decirle al mar, mira
te podrías tranquilizar un rato para yo meterme, es que prefiero un plan tipo
piscina pero me da asco el cloro. No sirve.
Cuando
por fin llega tu plato y estás saboreando el quinto o sexto bocado salen de la
boca de tu querubín las palabras que hacen que las tetas se te metan de nuevo
dentro de tu pecho: pipí. Entonces te tienes que parar, lidiar con un niño
pequeño en un baño público, “no toques nada, no te sientes, no mires a la
señora, no hagas ruido, apúrate”. El olor, el sucio, la lavada de las manos, retumba
en tu cabeza el comentario del amigo que es un fanático de la limpieza que no
toca la manilla de la puerta, ni el grifo, ni la servilleta, ni el secador de
aire, que aguanta la respiración porque parece ser que hay un virus de baño público.
Eres una mezcla de Atracción Fatal con Histeria. Y finalmente cuando te sientas
el plato está frío, o los demás se distrajeron y el mesonero se lo llevó. O ya
no te provoca.
Y
quieres gritar. Porque se para de la mesa, se mete debajo de la silla, te jala
un brazo, y metes la manga en la comida del que está sentado al lado tuyo. De
la otra mesa te miran con una cara, tú sabes qué cara es, la cara de: “qué
clase de padre…”. Y entonces ya no sólo eres mala madre porque tu hijo se medio
sentó en aquella poceta infecta de la octava plaga de Egipto, sino que lo
llevaste a un restorán y además estás tentado de sacar el iPad, y de otra mesa
te ven como que tú y la tecnología son el fin del mundo, porque no se hablan.
Por tú culpa, por madres como tú es que las máquinas van a dominar a la
humanidad. No sabes de orden, ni disciplina, ni corazón, ni aguantas la bebida,
esa es la conclusión de la noche.
Mientras
caes agotada en tu cama, en tu cabeza dan vuelta las miradas y los consejos. Te
preguntas, ¿cuándo volveré a comer con calma? En serio con calma. Y no sólo
eso, te preguntas cómo es que has fallado como padre. Seguro viste de reojo
otro niño en el local que no se paraba de la silla, y creíste escuchar que
participaba en una conversación sobre el Fondo Monetario Internacional, en
serio, mientras los tuyos aún se sirven jugo solos y hacen un desastre, y tú
limpias, y recoges, haces mil trabajos que pareciera que nadie le importan, hay
niños índigo, y está Juanito el que jamás se equivoca, y tú, un carnaval de
error tras error. Y eso que has leído los libros, y en un momento hasta
llegaste a confiar en tu instinto, pero lo tiraste a la basura porque leíste un
artículo o alguien te dijo que mejor hicieras esto o aquello.
Te
preguntas, ¿qué haces mal? Será la televisión, las clases particulares, será tu
estrés, tu agenda demasiado ocupada o demasiado libre. Exceso de atención, o
más bien la falta. Será que todo se fue a la mierda porque diste demasiado
pecho o más bien no fue suficiente. O fue aquel día, cuando estabas hasta el
tope, en un país de mierda, el proyecto en el suelo, tu pareja te reclamó y tú
gritaste, no una sino varias veces, y cuando te fuiste a dormir te sentías como
una mierda, te mirabas al espejo y ni te reconocías, y los abrazaste y les pediste
perdón, pero no sirvió de nada porque ya no eras la madre perfecta. Porque en
algún momento del día, todos los días, la cagas hasta el infinito y dañas a tus
hijos. ¿Será eso?
Es
increíble como los padres nos flagelamos. Qué gran cantidad de información de mierda, de
presión, de stándares absurdos. Qué formas de volver la vida un laberinto,
minado de cosas que realmente no importan. Al fin de este año me di una buena
mirada, ¿Qué mamá soy? ¿Qué mamá quiero ser? ¿En qué me tengo que enfocar?
Me di cuenta
hace unas semanas que lo que hacemos como padres a veces es muy cortoplacista.
Nos preocupamos muchísimo por el hoy, pero sin conectarlo con mañana. Nos
preocupamos mucho por la tarea y por el colegio, y por la disciplina, pensando
en qué va a pasar en una noche, o a la mañana siguiente, o a fin de año, pero
poco en cómo afecta lo que le enseño al hombre del futuro, a la mujer que me
gustaría tener frente a mí mañana. En realidad, el trabajo que hacemos tiene
que estar dirigido a una meta a largo plazo.
Me di
cuenta que venía tratando a mis hijos como si yo fuera personal de un hotel.
Comida. Habitación. Entretenimiento. Y al final menos contenido del que uno
piensa.
No es
fácil asumir la entrega que requiere la maternidad. Es más, a veces es realmente
agobiante y no debe uno sentirse culpable por tener momentos en que lo que
provoca es salir corriendo. No es sencillo abrir la mente y el corazón como lo
exigen los hijos, sobre todo en un mundo que nos exige tanto, que nos pide
tanto, que siempre nos da una mirada de superioridad, en la que a diario algo
te recuerda que una parte de tu vida no es suficiente, porque o no eres
suficientemente exitosa, o no estás suficientemente buena, o no simplemente no
impresionas a nadie. Este es un mundo que está empeñado en tumbarnos la
autoestima palo tras palo. La gran lucha es criar hijos que se quieran lo
suficiente a sí mismos sin caer en la egolatría. Y de pronto te das cuenta que
la clave está en los valores, que darle todo a un hijo no es cuántos peroles le
puedes comprar, sino cuántos valores estás sembrando en ellos para que salgan
adelante.
Como
mamá quiero ser un refugio, una fuente de cariño, quiero que tengan a alguien
en quien confiar, una mirada de complicidad y seguridad. También a alguien
firme, porque el amor no es todo complacencia, el amor también pone límites. Me
doy cuenta que en el fondo no soy la directora de sus vidas, soy más bien una
guía y una compañía. La vida es una travesía, y tiene sus etapas, nosotros los
estamos acompañando, pero no nos toca vivir la vida por ellos, y es delicado,
porque a veces, sin querer, si no prestamos suficiente atención podemos
terminar pisándolos, arrimándolos y obligándolos a lo que nos conviene y no a
formarlos, ni a dejarlos ser, porque está en nosotros respetar su esencia, que
es al final la clave para enseñarles el amor.
El amor también se enseña, y el primer amor no es tal o cual fulano o la
amiguita de no sé dónde, es uno mismo.
Sé que
si bien tengo derecho a un espacio, a mi vida, a seguir desarrollándome como
mujer y profesional, el amor de madre, y lo que al final une y mantiene una
familia es el amor que no pide nada a cambio.
Y esa
es mi resolución final de año nuevo: amar sin esperar nada a cambio.
A ver
cómo me va.
Comentarios