Lo que viene

Todo se ha vuelto tan extraño. Este es el país en que el que una flecha pintada en la calle dejó de ser un indicador obligatorio sobre el sentido de la circulación y pasó a ser más bien algo así como un acto de costumbre. Cualquier cosa que haga una persona en este país tiene que ver más con su estructura interna que con la organización sistemática de la sociedad. Es decir, somos un país en el que cada quien hace sus normas. Y si haces el ejercicio y te pones a ver, sí. Esto es el caos.

Uno lo ve por ejemplo en una intersección en hora pico. Las ganas de salir corriendo son difíciles de reprimir. Ni hablar en un automercado. Ni hablar de las ganas de gritar cuando uno escucha a un funcionario del gobierno, con toda la parafernalia que implica el tener un puesto de alto rango y escuchar cosas que sólo pueden ser clasificadas como disparates. A veces pareciera que estuviésemos viendo una película de Luis Buñuel en 3D. Y entonces, algún momento alguien ¿se corta el ojo? Si eso sucediera no nos sorprendería. Pareciera que en cuanto a locura ya estamos curados en salud. Todo lo que parecía improbable ha sucedido. Cosas tan surrealistas como que aquel quien controla los dólares da un discurso diciendo que va a arrebatar los dólares al que los controla. Yo sé. Yo tampoco entiendo.
Teorías. Explicaciones. Rumores. Uno se basa en la historia. Uno pide consejo. Uno trata de pensar cuál será la mejor decisión y sigue, tal vez en un dilema que comenzó incluso antes de diciembre del 1998. Me voy. Me quedo. Me arraigo. Vivo en negación. Planifico. Me deprimo. ¿Hasta cuándo?

La calle está muy ruda. Es la inseguridad. Es la grosería. Es el atropello. Y no es nada más el enchufado. El opositor disfrazado que se puso la cacucha tricolor de la forma más hipócrita que te invitó un traguito pagado con el último guiso que armó con el gobierno, cantaron por los viejos tiempos y al poco tiempo pasó algo que te hizo abrir los ojos. Sí. Hoy en día todos conocemos alguien que ve las Kardashian y que está enchufado con el gobierno. Y uno siente que el mundo se le viene encima. Pero yo sí debo decir, por cada enchufado que he descubierto conozco a diez que están hartos de la vagabundería, y que hoy en día tiene tolerancia cero ante el ladrón, y que están claros, que el te roba a punta de pistola desde una moto no es más malandro que el que negocia una comisión, whiskey de por medio diciendo, es que algo tiene que quedá pa papá. Poco a poco las caretas están cayendo. Ahora, una de las cosas que más temía ver caer era el ánimo del venezolano.
Y la verdad, en estos últimos dáis he notado que no estamos tristes. Estamos preocupados. Estamos apagados. Pero sobre todo estamos hartos. Hartos. Hartos. Pero hartos de verdad.

Es que esto es como si hubiésemos estado años y años tratando de graduarnos, como dice un amigo mío y simplemente no pasamos la materia. Y todas las veces parece que es la definitiva. O nos hundimos o salimos a flote. Y vamos viviendo como si aquí sólo queda una de dos.
Pero por primera vez se siente que ya no es un tema de elecciones. Ya no depende ni del que no está, ni del que no ganó, o del que ganó para representar a los que sienten que nunca han ganado. Ahora se siente por primera vez que es una de más de la mitad de un país. Un grupo de gente que cada vez es más grande que se está dando cuenta que esto jamás fue cosa de una sola persona. Ni la destrucción la hizo uno solo, ni la reconstrucción depende de una sola persona.

Vienen días muy duros. Porque vamos a tocar fondo y eso nos va a enfrentar con verdades que durante mucho tiempo no hemos querido ver. Vamos a entender para qué servían los valores que durante mucho tiempo tanto despreciamos. Vamos a entender por qué es importante tener palabra, y cómo le duele a un pueblo que se la rompan. Como duele cuando el que creíste idealista es un cínico. Como duele que las oportunidades se pierden porque un oportunista capitalizó con el dinero que era para el bienestar colectivo. Vamos a entender como duele eso que llaman reconciliación. Porque eso viene. Y vamos a tener que ejercer en muchos casos la tolerancia. Y es muy fácil ser tolerante con el que piensa como uno, con el que siempre ha pensado como uno, pero no es fácil mirar a la cara y entender que tienes que compartir espacio con el que te hizo tanto daño.

Pero el venezolano es tan resiliente. El venezolano tiene una cualidad para la que no hay palabras. Lo he visto. Lo he sentido. Aquí escasea de todo. Aquí lo que se vive es horrible. Pero aquí lo que está comenzando a escasear es el miedo. Aquí lo que está comenzando a escasear es el silencio. Y todo esto me recuerda una canción de Tracy Chapman, talkin about a revolution. Don´t you know, they are talking about a revolution, it sounds like a whisper. Y con toda la ironía del caso, en la calle se siente esa especie de secreto a voces. La gente cada vez habla más alto.

Somos una gran mayoría los que queremos un país distinto. Somos una gran mayoría quienes creemos en la decencia. Y sí. El daño que nos  han hecho tardará generaciones en recuperarse. Pero no es imposible. Un nuevo país va a surgir. De ello estoy segura. Yo lo he visto en estos días en los ojos de la gente.

Yo siento que algo en mí ha cambiado. Yo siento que como venezolana vivo un tiempo nuevo, y que tengo una misión en mi país. No es tal vez la de un gran líder. Es la de aquel que aporta un grano de arena. Y yo creo que a medida que cada uno de nosotros descubra la fuerza y el poder de su voz, que se reencuentre con su patriotismo y nos demos cuenta que el país que queremos no sólo es posible, sino que hemos mantenido esa posibilidad al no habernos dejado doblegar durante catorce años, al habernos mantenido firmes, con esperanza y siempre luchando sin comprometer nuestros principios, ese día las cosas van a cambiar. Y ese día está cerca.


Así que nos desmayemos. Los titulares son cada vez peores. Pero quienes queremos cambiarlos somos una inmensa mayoría.

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