Me enseñaste
Tu me enseñaste a amar a los libros, a respetarlos. Me
enseñaste la fortaleza. Me enseñaste a estar siempre orgullosa de mi espíritu
libre, a no renegar de él, a no confiar en nadie que quisiera encerrarlo. Me
enseñaste a amar. A amar con entrega absoluta, sin pensar en medidas, porque
medir no tiene sentido. Me enseñaste la importancia de dar. A lo Fito Paez, Dar
es Dar. Y todo lo demás es ganancia, aunque en un momento pareciera que mal te
pagan.
Me enseñaste a respetar mi corazón y a no arrepentirme jamás
de haber seguido lo que me dictaba su instinto. Me enseñaste a tomar decisiones
escuchando una sola voz, la más importante, la mía propia. Me enseñaste que el
camino de es de uno, de un solo, de nadie más. Ni de los amigos, de los amores,
de ni nadie que tengamos cerca. Es de uno solo.
Me enseñaste a hacer garante de las cosas que me importan. A
no dejar en manos de otro lo que de verdad me importa. Me enseñaste a
visualizar mi destino y a enfocarme en el camino para alcanzarlo, me
acompañaste y me apoyaste durante el largo camino de alcanzar ese foco.
Me aplaudiste. Me regañaste. Me enseñaste a cuestionarme. Me
hiciste ver mis contradicciones. Me escuchaste. Me consolaste. Me guiaste. Me
dijiste. Me viste con resignación, con orgullo, con ilusión, con fe, con
esperanza, con preocupación, cada vez que hice algo, o que sufrí un revés, o que
triunfé, o que me equivoqué. Pero jamás me juzgaste. Ni en mi hora más baja. Ni
en aquel momento en que sucumbí a lo más bajo de mi condición humana.
Me enseñaste a equivocarme. A pedir perdón. A que el perdón
no se alcanza con largas confesiones solamente, sino con el propósito sincero
de ser mejor en el futuro.
Me enseñaste a decir lo que quiero. A alzar la voz. A
sentirme orgullosa de ser mujer con todo lo que eso implica. Me enseñaste que
nadie tiene el derecho de hacerme bajar la cabeza, por ningún motivo. Me
ensañaste que la libertad es algo que viene desde el espíritu, del corazón.
Me enseñaste a reírme. Sobre todo de mí misma. Me ensañaste
a que ser valiente no es no tener miedo. Me enseñaste a ser feliz, a estar
triste, a estar sola, a estar acompañada, a querer una familia, a querer y a
respetar mi deseo de soledad.
Me ensañaste a soñar. A soñar con cosas grandes. Pero sobre
todo me ensañaste a soñar con el trabajo y la disciplina para alcanzar la meta
de decir lo que tengo que decir. Me enseñaste a respetarme como escritora. A
creer en mí.
Me enseñaste a amar la vida, a vivirla intensamente, a no
malgastar ni un día, a aprender, a decir gracias, por favor, a no medir lo que
tienen los demás, sino a ser feliz con lo que tengo, a entender que no siempre
nos quieren y que no por eso tenemos que declarar el fin del mundo, a que con
la vida interior basta, a que tú eres tu mejor compañía, sobre todo cuando el
mundo te hiere, y sientes que te están dejando sola.
Me enseñaste el tacto, las caricias, el canto, el tono de
voz, a veces más alto de lo necesario, pero así por naturaleza. Me enseñaste el
amor. El amor infinito de ser madre.
Me enseñaste, que lo único que no regresa es la palabra
dicha, la flecha tirada y la oportunidad perdida.
Me enseñaste tantas cosas. No fui cuando me trajiste al
mundo, sino con todo lo que me enseñaste y lo que sacrificaste que me diste: la
vida.
¡Te amo mami!
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