Caminata Matutina
Amaneció
encapotado. Con ese techo bajo, entre azul y gris que es tan de aquí. Leí.
Escribí. Desde las cinco hasta las ocho más o menos. Después me vestí y salí a caminar.
Amo
las ciudades cuando están despertando. Aquí todo arranca tarde. Aquí la gente
no hace mucha vida antes de las 10 am, el menos no en la calle, comercios y ese
tipo de cosas. Antes es la gente caminando a sus trabajos. Las paradas de los
autobuses concurridas, las aceras llenas de corbatas y talleres con maletines y
tacones.
Los
camiones se paran delante de los negocios para comenzar a abastecerlos para el
día. Los turistas aún no salen. A esa hora estarán todavía intentando dominar
el jetlag y las apretadas agendas que los llevarán por toda la ciudad,
preparando cámaras de fotos, escondiendo pasaportes y guardando la plata en un
lugar seguro, atentos con los carteristas.
Yo
saco mis Urban Ears, regalo de
navidad que fue concebido para caminarlo por calles como estas, pero que en una
ciudad en la que uno no puede caminar con distracciones han quedado como parte
imprescindible de mi rutina de escribir. Escribo con música. Aquí camino con
música. Hay hasta un ritual. La primera canción que tiene que sonar cuando
salgo es Conversation 16 de The National. Y yo ajusto mis pasos al ritmo de la
canción, me miro en algunas vitrinas, siento que de pronto toda la ciudad está
escuchando Conversation 16. Estamos en una película.
Me
pongo a pensar millones de cosas. Escucho la música. Pienso en mi vida. Pienso
en lo que escribo. Veo las tiendas. Pienso en que amo esta ciudad y me empieza
a invadir una sensación tan extraña. Es felicidad. Creo que es felicidad. Me
doy cuenta, casi sin pensarlo, que mientras camino y a pesar que no tengo
papel, ni lápiz, ni laptop, que hay 10ºC de temperatura y llevo las manos en
los bolsillos, estoy escribiendo. No te vayas a olvidar de esto me digo.
Imagino
que al regreso estaré escribiendo este post en el que les cuento por qué amo
tanto caminar por París. Veo en la vitrina de una librería que adoro, Librería
de la Educación, unos libros que ama Clarissa, son sobre un lobo. Su favorito
es el Lobo que busca una enamorada. Hay uno nuevo, y me alegro porque ya tengo
un regalo que le va a fascinar. Entones pienso en otros cuentos de lobo que
ella ama, como Grand Loup et Petit Loup
(Lobo grande y lobo chiquito), hermosísimo, esos dos lobos se encuentran,
comienzan a vivir juntos y se hacen inseparables. Pienso que es curioso que
amemos tanto las historias de lobos, y cómo cambian las perspectivas, para mí
un lobo era feroz, punto.
Sigo
caminando y veo un indigente y entonces ya las cosas no son lo mismo. Y sigo
amando esta ciudad, pero me digo que no puedo estar tan feliz, porque aquí no
todo es felicidad, turistas, arte. Esta ciudad es dura. Muy dura. Aprieto el
paso y los dientes. Llego a un Starbucks, y sí, quizás eso sea algo que uno no
debería hacer aquí. Siento que son los gringos y yo. Comprando un café que si
te pones a ver no es muy bueno, de hecho si me tomo dos en un día comienzo a
sentirme fatal, pero ya es un sabor al que me he acostumbrado. Le pongo canela,
azúcar morena, me lo llevo y sigo caminando. Siempre me quemo la punta de la
lengua. Por impaciente. No aprendo. Siempre. Siempre paso unos días con esa
quemadura de no aguantar un rato a que el café se enfríe, a pesar de que el
vaso de plástico lo advierte.
Sigo
caminando con mi nombre en la taza. Comienzo a aclimatarme. No me molesta tanto
el frío. Me paro a ver las vitrinas, zapatos, camisas, regalos del día del
padre, los libros de la Librería Polaca. Casi me atropella una bicicleta, pido
perdón, el ciclista se ríe. Me pregunto ¿cómo me verá? Graciosa al menos.
Aparentemente.
Sigo
caminando y pienso en mis libros, en las poesías que estoy escribiendo, en el
formato en el que creo que voy a trabajar. Pienso en mi novela en la que
trabajé esta mañana. Pienso en el material que tengo que comprar para
investigar sobre una historia de amor que tengo que escribir. Pienso en Marcel
Proust. Pienso en promover lectura. Pienso después en la Guía de Paris que
tengo tiempo escribiendo, y que me gustaría añadirle cosas. Pienso en que tengo
que documentar bien mi viaje. En las cosas que me gustan. Paso un cine, hay
varias películas que quiero ver.
Sigo
caminando y entonces vienen algunos deseos y recuerdos. Uno extraña lo que fue
y lo que no ha sido. Lo que ya nunca será.
Es una melancolía dulce. Entonces veo la gente y me pongo a pensar que así vamos todos
caminando. Cada quien con su carga a cuestas. Sus miedos, sus proyectos, sus
frustraciones, su perdones que ya no importan, sus te amo no dichos, sus
declaraciones de amor correspondidas, sus sonrisas, su manos aún sintiendo el
contacto con esa persona amada a quien dejaron esperando en algún lugar que esperan
seguro, sus tiempos precisos, sus tiempos sobrantes, escasos, sus espacios
demasiado grandes o infinitamente pequeños, sus remordimientos, sus culpas, sus
alegrías inesperadas, sus cuentas pendientes, sus deudas perdonadas, su bagaje
emocional y su exceso de peso, falta de dinero y los años que se han sido
sumando inevitablemente y sin que uno se de cuenta, su anestesia frente a las
cosas duras de la vida, su ceguera, su raciocinio, sus deseos no formulados.
Entonces pienso, cuántos de nosotros no andamos por ahí con deseos no
formulados o porque cuando estás frente a la fuente no tienes monedas, o porque
cuando andas con el bolsillo lleno de monedas no consigues la fuente. Así nos
cruzamos todos, sanos y un poco enfermos, cada mundo, cada planeta, cada dolencia,
desinterés y absoluta devoción. Cada uno
un ser único, pero a la vez todos partes de un género, una especie, un mismo
animal.
Cruzo
la calle, son las nueve de la mañana. Hora de terminar el café, escribir un
poco y desayunar. Que pronto comenzará el día.
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