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Anoche soñé que me citabas para hablar de mis sueños. Me preguntaste qué había traído y yo te dije que nada. Te enseñé mis manos vacías. Insististe, ¿ahí atrás? ¿Qué tienes? Entonces lo sentí, un ala rota, creo.
                                           Me dijiste que ya no querías más sueños.
Me los devolviste uno a uno.
                Los que yo había soñado
                por ti,
                contigo
                y para ti.
Incluso los que había soñado cuando estabas lejos. Todos.
No tenemos sueños, dijiste. ¿Por qué? y tú respondiste, no los quiero.

Entonces te convertiste en piedra. Te volviste blanco y rígido. Tus pupilas estaban incrustadas como en un arenal. Estabas seco. Yo estiré mi mano para tocarte, y bajo el frío de la piedra pude sentir un latido. Un latido solitario, de una cadencia triste, una procesión de pasos melancólicos hacia un altar incierto. En eso llegaron las otras.
Las otras piedras.
Caminaban como los hombres bajo el agua. Lentamente. Abriéndose pasó en el aire. Pesadas. Sin gracia. Ninguna me veía. Incluso tú. Era como si tus ojos de arena me traspasaran, pero sin lacerarme, me sentían pero no querían verme. Yo era un aire. Un aire incierto. Una energía indefinida. Una presencia fantasmagórica.

Me puse de pie. Intenté pagar una cuenta que quedaba pendiente y tú me la arrebataste de las manos. En mi muñeca quedó una marca de tu agarre gélido. Vino un viento como fuego, que batió tu pelo de piedra, eras como una estatua en guerra molecular, entre la solidificación y la licuefacción. Me susurró al oído, para soñar hay que arder, y yo le respondí al viento, quiero estar contigo. Renuncia a las piedras, fue el último susurro. Y después todo se calmó. Todo menos la expresión de grito que dibujaba tu boca.

Entonces se acercaron a mi boca unas lenguas gélidas, muy parecidas a la tuya y cuando me iban a contagiar de su palidez y frialdad mortecinas, yo grité, me quité las alas. Vi tus ojos arena una última vez, y me alejé de aquel lugar con ellas bajo el brazo.

No dijiste nada. Antes de marcharme me volví un instante. Tu buscabas tu grito en la nada. Las estatuas se burlaban de ti. Quise defenderte, pero el planeta de fuego me esperaba.

Se abrió de par en par una puerta que me llevó a París. Era Una madrugada azul y solitaria. Recorrí tres calles. Pero eran calles que me caminaban a mí, no yo a ellas. Subieron esas avenidas, con todo su ruido, su color, su magia, su desencanto, su pasión, su dolor, su risa, su sensualidad, su voluptuosidad, su abyección, su desenfreno, su redención, su perdón, su suciedad y su misterio inmaculado. Todo subió por mí, y al ver sus nombres vi que una calle eran los sueños que había soñado
por ti,
otra los que soñé contigo
y otra los que soñé para ti.

Y se convirtieron en tres lágrimas, que se quedaron a vivir en mi garganta. Me recibió el fuego, le pregunté qué es esto, llevándome las manos al cuello, el antídoto para mojar el desierto de unos ojos.

Desperté con las palabras, voy a arder, en la punta de los dedos.



Comentarios

Anónimo ha dicho que…
ah muy bueno.. la estas rockeando en escritura, segui asi...

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