Blancanieves Parte II - Lo que Disney no quiso que viéramos


Lo que Disney, no quiso que viéramos. 


El comunicado oficial dirá “diferencias irreconciliables”. En los pasillos, las calles, las tabernas, en los establos y en todos los rincones del bosque se murmurará otra cosa. Hasta los árboles, cuyas caras deformes y terroríficas, le causaron un desmayo a la pobre Blancanieves en la versión original, tendrán su versión de lo ocurrido. Dicen que la dejó por otro. Dicen que fue un enano.

Los enanos estarán escondidos de la vergüenza. Taciturnos. Molestos. A causa de la tensión y la ansiedad, los rasgos que los definen se verán más exagerados que nunca. Dormilón de milagro abrirá los ojos, tontín estará hiperactivo, insoportable. El penoso pasará días sin abrir la boca, ni pararse de la cama. La casita del bosque será una versión muy Hermanos Grimm de Paranoid City.

Blancanieves se habrá mudado. No tan lejos como quisiera por el tema de los niños. Estos demostrarán el típico comportamiento de unos niños cuyos padres se acaban de separar. Algo entre la rabia, la desilusión, la sensación de abandono y de inestabilidad emocional, pero algo de alivio también. Porque cómo ahoga vivir en un hogar en donde los padres no se hablan, se miran de reojo, se disminuyen, cualquier estupidez da pie para un pleito, o una discusión sin fondo, y en donde las formas de comunicación están tan distorcinadas que ya nadie se comunica. La pesadilla de la psiquiatría moderna, o mejor dicho, el plato principal, el banquete de todo aspirante a loquero que está esperando llenar su consulta de gente que siente una insaciable necesidad de un espacio neutro para el desahogo, o buscan soluciones de alguien que a forma de oráculo les responda, no tanto la pregunta ¿por qué? Sino ¿qué hago?

Blancanieves los mirará con ese desgarrador sentimiento de culpa, tratando de perdonarse por ser humana, con el fracaso a cuestas, con una mueca en sus labios rojos como la sangre, que aunque la hace menos bella, la hace más mujer y por ende aún más hermosa que su eterna archirrival. Se dirá para consolarse, que sus hijos algún día entenderán que su papá tendrá sangre real, pero no es ningún príncipe. Viví con él.

Dirá mira. Él llegó regio en su caballo. Se bajó deslumbrado. Abrió mi caja de cristal, me besó, me llevó hasta su castillo. Resolvió todos mis asuntos. Me devolvió mi reino. Puso a la madrastra en su lugar, que no estaba muerta, solo mal herida. Me dio un lugar en su reino, en su vida. Me hizo por un momento la mujer más feliz del mundo. Me dio apellido. Seguridad. Estabilidad. Confiaba en mí. Me hacía sentir querida, pero sobre todo necesaria. Como si yo tuviera un propósito en la vida. En su vida. Él llegaba y se alegraba de verme. Yo entraba al lugar donde él se encontraba y todo en él decía, qué bueno qué llegaste.
Vinieron los hijos. Pasó el tiempo. Y de pronto, sin saber cómo, ni exactamente cuándo, algo cambió. Vinieron los hijos, y yo de pronto setnía el peso de la maternidad. Esa sensación de aislamiento, de responsabilidad, y también de culpa. Se supone que tenía que ser la mujer más feliz del mundo porque lo tenía todo. Esposo e hijos. Pero claro, ellos no se daban cuenta que me tenían a mí. Era como si eso no importase. Ellos estaban muy pequeños, esa parte le tocaba a él. Pero él estaba demasiado ocupado. De pronto era demasiado peso para él, y necesitaba una válvula de escape. Decía que estaba agotado, que los niños no lo dejaban dormir, y que en la mañana tenía que irse a trabajar yo no.

Yo traté de darle espacio. Porque eso es lo que recomiendan. No agobiar. No enfrentar. No decir. Se supone que los hombres quieren mujeres que no sean tan complicadas. Que no quieran tanto. Que no pidan tanto. Y eso fue lo que yo hice. ¿Qué quería jugar golf? Pues se iba. ¿Qué quería una noche con los amigos? Pues la tenía. ¿Qué quería aprovechar el sábado para dormir hasta tarde? Pues yo lo dejaba. No lo agobiaba, ni lo despertaba, mira mi Príncipe bello, yo estoy molida, agotada, y además me siento sola. Ayúdame vale. Yo estoy aquí. Yo sigo siendo una mujer. Yo siento. ¿Y si hoy me voy yo con mis amigas?

No sé en qué momento, pero hubo un año en que no me compró nada para mi cumpleaños. Y la cosa pasó sin pena ni gloria. Y después vino otro, y yo le dije algo, pero entonces me dijo que yo era una exagerada, que esos detalles no significan nada. Entonces vino diciembre y tampoco. Nada en el árbol para mí. Y yo agotada. Él pendiente de algún deporte estúpido en la tele, y yo entre regalos, y cenas, y toda la ilusión de los niños. Porque diciembre es mágico. Para todo el mundo, menos para mí, claro.

Aquello se hizo una rutina. Yo ya no contaba. Me dejó de ver. Sencillamente me dejó de ver. Ya ni peleábamos. ¿Para qué? Para gritarnos que él estaba agobiado, y yo que él era un insensible. Siempre terminábamos en lo mismo. Era como darle vueltas al disco más aburrido del mundo.

Ella se fue. Ahora se mira a sí misma independiente. Sola. Pero en su autonomía. Y tal vez. Tal vez, ahora viendo las cosas de otro modo, con un camino recorrido, con un fracaso de por medio. Entonces se de permiso para aceptar a ese a quien rechazó porque creía que sus realidades eran demasiado distintas. Tal vez él no sea tan gruñón. Tal vez ella logre sobrepasar esa coraza, y encontrarse con un ser distinto. Habrá que ver. Sí, gruñón. Nos vemos esta noche. Vamos con calma. Lentamente. De ahora en adelante, si dirá ella antes de salir, me daré permiso para equivocarme. 

DE NINGUNA MANERA ESTO ES THE END.

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