A Opinar También Se Aprende


Hace años iba con mi mamá a una peluquería que consideraba detestable. En realidad, todas las peluquerías siempre me parecieron detestables. Quizás es porque estudié toda mi vida en colegios de puras niñas y uno de ellos fue un internado, así que he tenido mi sobredosis de hormona femenina y me agota tanta mujer. Pero no era el doble cromosoma X lo que me fastidiaba de ese lugar. Era sucio, oscuro y desordenado y si íbamos era sólo porque mi mamá es una de esas personas que no puede ver una causa perdida porque se empeña en ganarla. No puede ver un corazón roto porque inmediatamente busca en su alma crazy glue y se hace a la tarea de recomponerlo. Por eso íbamos allí.

Yo no paraba de criticar el lugar y las peluqueras. Tristes. Flacas. Apagadas. Era una queja habitual que llegué a dominar con facilidad. Casi con arte. Arte de la horrenda. Hasta que un día me senté como de costumbre dándole la espalda a un gran lavacabezas negro, y justo cuando incliné la cabeza hacia atrás fijé la mirada en un cartelito de madera, que con letras de colores decía: CRITICAR ES MUY FÁCIL. CUALQUIER IDIOTA PUEDE HACERLO.

No hizo falta profundizar demasiado en interpretaciones. Ni buscar metáforas. Ni alegorías. Ni demasiadas figuras literarias. Era muy sencillo, había una idiota. Y esa idiota era yo. La criticona. La burlona. La de la boca demasiado grande. Porque al final del día me pasaba haciendo comentarios de más. Hirientes y fuera lugar, que distaban mucho de la lectora, de la curiosa, de la futura escritora que desde ya quería ser, aunque tal vez en ese momento no lo supiera.

Quisiera decir que he mejorado mucho desde aquel entones. Pero eso sólo sería engañarme. Debo decir con vergüenza que de vez en cuando me siento juez del mundo, aunque en realidad nadie me haya investido con ese cargo.

En estos días una vez más han surgido en esta ciudad de una furia que ya no es latente, sino más bien abierta, campante, cómoda, casi aceptada, esperada y a veces, para mi triste sorpresa, asumida con orgullo, actitudes que tienen que ver con la crítica más despiadada y vil que haya escuchado.

Una gente, unos niños que montaron un video internet, el cual seguramente ya hemos visto, escuchado y seguramente opinado fueron blanco de una descarga de rabia, como pocas veces se ha visto. Yo reconozco que critiqué el mencionado video. Y lo vuelvo a hacer. Me pareció fatuo, poco profundo, y sinceramente lo que sobró en honestidad, faltó en reflexión. Pero también fui de las que al criticar dije, que la culpa no es de ellos. Son unos jóvenes, que son víctimas. Sí. Repito. Víctimas. De un sistema educativo caduco, gastado, desmoralizado, en el que se enseña a repetir y no se enseña a pensar. Es más, a cuántos de nosotros no nos bajaron puntos por hacer un trabajo “en nuestras propias palabras.” Las cosas  había que hacerlas, y eso sigue siendo así, “como dice el libro.” Si no. Tenías cero.

Es un círculo vicioso. Porque a nuestros maestros no lo respetamos. Aquí si alguien te dice que quiere estudiar educación uno lo ve como que, 1. Es alguien cuya única ambición es ser parásito de otro que le pague las cuentas. 2. Es un tarado que no entró en otra carrera, porque “mi abuelo decía que el que no sabe enseña.” Eso sí. Para nosotros, para nuestros hijos siempre queremos el mejor maestro, la mejor profesora. Que sonría. Que corrija a tiempo. Que nunca falte. Que sepa de lo que esté hablando. Porque sí no cae en nuestra lengua como enemiga número uno. Y si no nuestro hijo no aprende, si nosotros mismos no sacamos algo de un curso, la culpa siempre la tiene el profesor. Nosotros jamás.

Lo que más me sorprendió del video no fue sólo lo que ya mencioné. Cómo unos niños que de repente sienten la necesidad de expresar algo, y hay que darles el mérito por hacer el esfuerzo, ven ese resultado final y lo sienten digno de compartir. Sin cuestionarse si le hacía falta algo. Quizás eso que decía melancólicamente Margaret Thatcher de que ya no se trata de hacer algo, sino que ahora es ser alguien, tuvo que ver. Un apuro por ser los “chamos famosos” del video, les trajo la fama equivocada. A lo mejor si hubiesen sido un poco más críticos, y sí, un poco menos chamos, no les hubiera salido tan mal.

Pero retomando la idea, lo que más me sorprendió es que la gran mayoría de las críticas eran igual de vacías, sino peor, que el video. Insultos de la peor calaña. Hasta malos deseos. Como si fuésemos gente que no ha visto nada peor en la calle que alguien que dice una estupidez. Es más, como si nosotros mismos, jamás hubiésemos abierto la boca para decir algo que de lo que nos arrepentimos al poco tiempo. Porque el que jamás haya hecho un comentario que estaba de más, contácteme por esta vía, que yo con gusto le doy una piedra para que me la tire. Pues yo sí. Yo sí he dicho tonterías, aunque aún no he tenido el infortunio de que se hayan hecho tan públicas.

Me da demasiada tristeza vernos como sociedad ¿en qué nos hemos convertido? Se nos hace tan fácil lanzar piedras, sin miramientos. Sin pensar. Sacamos conclusiones porque como dice Eduardo Sánchez Rugeles “hemos aprendido el odio” y no sólo para odiar al que se pone una camisa de un color que no nos va. Sencillamente hemos aprendido a odiar lo que sea. Lo que se mueva y piense como nosotros. Lo que no tenga la misma orientacón sexual, el mismo credo, el mismo acento. Odiamos todo. Y le descargamos rabia, porque olvidamos siempre que al final, por más diferentes que seamos, o que nos creamos hay una cosa que nos une y de la cual no hay tecnología, ni creencia, ni nacionalidad, ni calibre intelectual que nos separe, la condición humana.

 “Criticar es muy fácil, cualquier idiota puede hacerlo.” Lanzar juicios efectivamente lo puede hacer cualquier idiota. Y más de una vez así nos comportamos. Claro, que uno tiene derecho a decir lo que piensa  a expresar un punto de vista. A defender una idea. Una creencia. Pero eso es otra cosa. Eso es opinar. A opinar, como todo en esta vida, también se aprende. Lo que sucede es que para opinar con fundamento hay que tener base, y para eso hay que abrir la mente y aprender. Haber hecho algo, sin importar si eres alguien o no. Y eso de “hacer algo” sí es verdad que no lo hace, cualquier idiota.


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