El que lucha desde lejos

Angelika Kauffman, La tristeza de Telémaco, 1783, Metropolitan Museum of Art, New York

Telémaco significa el que lucha desde lejos. Es el nombre que da Homero al hijo de Ulises que espera junto a Penélope el regreso de su padre. La espera de Telémaco, a pesar de estar colmada de desesperación, a la vez cobra sentido mientras lucha contra los pretendientes que quieren usurpar el trono de Ulises.

El Telémaco es el nombre de un motovelero clandestino que llegó al puerto de La Guaira en Venezuela en 1950. Había zarpado desde Valle de Gran Rey en Canarias con 171 personas  a bordo que tuvieron que desafiar el horror del mar y estuvieron a punto de naufragar en medio de una tormenta. Entre los pasajeros había una mujer: Teresa García, hoy mejor conocida como La Dama del Telémaco. La historia de Teresa, como la de tantos inmigrantes, es una de lucha y sacrificio. En busca de sus sueños se lanzó a lo desconocido. El viaje casi le cuesta la vida, pero pudo llegar a Venezuela. A un lugar en el que tenían algo que en su tierra no era posible: la libertad. A un país. Un país de verdad.

De las pocas cosas que sé de Teresa otra es que en el año 2015 el gobierno de España la condecoró con la Orden al Mérito Civil por su valor y progreso personal a lo largo de su vida. Teresa hizo una vida. Y para quien vive una dictadura alcanzar la vida es lograrlo todo. Teresa dejó sus padres, su Gomera, sus Canarias, su cielo, su mar, su calle, su cuarto, sus amigos, su cámara de cajón de baquelita con la que hacía fotos y soñaba con ser fotógrafo. El de Teresa fue el verdadero viaje del héroe. Verdadero porque no es mito, ni magia, ni procede de la imaginación de nadie, es la vida real. La realidad que sobrevivir a veces implica dejar una vida atrás y hacerse otra. Ese quizás es el mérito civil por excelencia, la epítome de la resiliencia: Llegar a ser quien eres a pesar de que por el camino tengas que transformarte.  

Es que dejar tu país es una ruptura que uno no comprende hasta que la vive. No sabes lo que es un país hasta que este se te disuelve bajo tus propios pies. El país es también los olores, los sabores, las esquinas. Te vas y dejas tus espacios y tu tiempo. Y así lo que estás cruzando no es solamente una frontera, es un universo. Es que aunque sea invisible para el resto de las personas, en cada esquina del país que dejas hay pedazos de ese que fuiste y de ese que nunca llegaste a ser.

Dejar el país es un terremoto personal. Es un quiebre de los cimientos de la identidad. Hay quien se va resignado. Hay quien se va obligado. Hay quien migra porque el sistema lo obliga, es decir la trasnacional lo traslada, la empresa lo lleva y de ahí todo el proceso, que no por ser distinto es menos duro. “Nos iremos donde haya trabajo”. Hay quien se va así. Y hay quien se va a probar suerte, que sea lo que Dios quiera y como vaya viniendo vamos viendo. Hay quien se va para salvarse. De los demonios. De la pobreza. De la miseria. De la violencia. Hay quien se va con un poco de cada migrante dentro de sí. Hay quien llora.  Quien no tiene fuerzas para sentir nada. Quien no quiere mirar atrás y quien no puede evitarlo. Al final, así como cada quien tiene una cadencia para hacer el amor, para llorar una muerte, para mirar de frente la felicidad, para consumar el olvido, así cada quien emigra. Con su vida a cuestas.

Y lo más duro de reconocer: es que hay quien no lo logra. Porque cuando no es migrar sino ser parte del éxodo, a veces se muere tapiado por las circunstancias. Y esos migrantes, los que no tienen la suerte de Teresa, los naufragan, ya no en el mar, sino en algún lugar del páramo, solos y congelados, son gente que muchas veces nadie recuerda y de la que poca gente habla. Es que a veces la realidad se nos hace más llevadera cuando está guardad, pero no por eso deja de ser verdad. Y si seguimos apostando a negaciones y tapaderas nunca vamos a vamos a cambiar.

En estos párrafos sé que he descrito a muchos venezolanos. Porque esos somos ahora: migrantes. Y somos migrantes todos. Incluso los que se quedaron en Venezuela. Porque el país que éramos, bueno, malo, regular, pésimo, rico, soberbio, potente, maravilloso, paradisíaco, feliz, corrupto, brillante, inteligente, pujante, violento, glorioso, complejo...libre. A veces a medias, pero en definitiva libre. Ese país ya no existe. Y todos lo estamos dejando. Todos estamos migrando. Nos cuesta reconocerlo pero compartimos la misma suerte. Tal vez el día que nos sinceremos con eso, que no se trata de distancias, ni perspectivas, alcancemos algo que hemos estado persiguiendo desde hace más de doscientos años cuando a alguien se le ocurrió independizar lo que era una extraña Capitanía General: una identidad.

Los venezolanos nos convertimos en algo que nadie imaginó. Muchos menos nosotros mismos. La negación fue nuestra divisa durante décadas. Le apostamos a muchas cosas. Cometimos grandes errores. También tuvimos numerosos aciertos. Pero nos falló la imaginación, algo muy irónico en un país latino, donde la magia se funde con la realidad desde el día que nacemos. Ahora hemos dejado de ser noticia y somos sencillamente algo incómodo.

El inmigrante siempre incomoda porque recuerda lo que la humanidad quiere olvidar. Recuerda todo lo que América Latina y sobre toda la izquierda hace tantos esfuerzos olvidar: Que el ser humano no tolera la dictadura, que el abuso de poder destruye, que no hay quien pueda tener el control absoluto de la riqueza, del poder, de las vidas de la gente y no terminar aplastandolos. Que cualquier país es vulnerable. Que cuando el que está a tu lado es miserable su tragedia eventualmente te alcanza de una forma u otra. Que ser indiferente no te protege de nada. Recordamos sobre todo algo que dice Todorov: que cualquier ser humano es capaz de las peores atrocidades, pero también que cualquiera es vulnerable de sufrirlas. Sin duda somos incómodos. Muy incómodos.

Los venezolanos hoy somos un ejemplo para el mundo. Somos una advertencia y un espejo. Somos un trauma ambulante. Sí, como tantos otros. Pero somos tan incómodos, tan molestos, que nos hemos empeñado con nuestro característico altísimo volumen caribeño, a no permitir que el mundo siga siendo una máquina sorda ante la tragedia. Y en eso, los venezolanos, los que se van somos todos de alguna forma un Telémaco: el que lucha. Desde lejos.

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