Día 3 - De una nueva forma de compañía
Es el tercer día desde que me caí por las escaleras, me
operaron y me pusieron un yeso. La vida de repente es un golpe. Si uno está
acostumbrado a tener las cosas bajo control de pronto sentir que estás sujeto
al dolor, dependiente de otros y que no te puedes valer por ti mismo es como
una cadena. Me da rabia, porque justo ahora comenzaba a poner en orden muchas
cosas. Una operación, una lesión, un frenazo de este tipo, una receta de reposo
y de medicinas que dan sueño y causan fatiga sin duda que lo obligan a uno a
cambiar el ritmo.
Hay quien dice que los accidentes son avisos del destino,
que cuanto estas cosas pasan es porque hay una señal por ahí que te está
avisando que debes bajar la marcha y mirar a tu alrededor. La calma nunca ha
sido uno de mis fuertes. Cuando veo algo que quiero, generalmente soy como una
locomotora. Por otro lado, hay cosas que quiero de las cuales a veces me siento
alejada, como trancada, como si tuviera que llegar a un lugar y no pudiera
salir de mi casa porque frente a la puerta hay un río enorme, crecido y que
para atravesarlo necesito recursos, ingenio, paciencia, no nada más las ganas y
la valentía.
Esa ha sido mi historia durante varios años. Las cosas me
parecen más difíciles que lo son, pero por otro lado no son tan sencillas como
parece. Es como una canción de Ricardo Arjona, lo siento. Pero son ganas de
decirlo todo a la vez. El caso es que de pronto me encuentro con las piernas
estiradas, la computadora entre las piernas, el tiempo vacío, pero lleno a la
vez. Es demasiado extraño, de pronto una incapacidad es una oportunidad.
Mientras haya electricidad en el tomacorriente, la computadora prenda, el
teléfono funcione y queden algo de neuronas despiertas quedará algo por hacer.
Desde hace setenta y dos horas mi casa es mi mundo. La
diferencia entre el piso de arriba y el de abajo es de un continente a otro.
Subir o bajar es cruzar un océano. Lo he hecho a rastras y con las muletas,
como quien dice que ha ido a Europa en barco y en avión. Me la pienso. También
me la juego, porque desde que me caí y me rompí, y me quedé sin poder caminar
como es debido me vi de frente con una suerte de fragilidad que no sabía que
tenía por dentro. Ya no puedo ir tras de mi esposo si estamos discutiendo,
tampoco me resulta tan fácil recoger algo que se ha caído al suelo. Salir es
una batalla campal y siento que las horas pasan con una lentitud que sólo me
habían reservado anteriormente para los trancones del tráfico.
Mis días se han ido entre algunas actividades y el nuevo
aprendizaje de una cotidianeidad desconocida para mí. Usar muletas. Bañarme con
una bolsa en el pie. Caminar brincando. Sentir terror de una escalera, ver una
montaña, un precipicio, dormir con el ardor de una herida quirúrgica escondida
tras férulas y vendajes. Mirar el reloj, tachar un día y esperar. La gente me dice que escriba. Que escriba
y de pronto ante la página en blanco me siento en parálisis total. No es sólo
lo que me toca en la personal, sino que mientras miro las horas pasar y trato
de darle a mi voz un camino mi país se cae a pedazos. Algún día tendré que
contar como mientras la historia sucedía yo tenía un pie sobre almohadas y
sacaba tríceps y abdominales para ponerme de pie entre sobresaltos y declaraba
una pequeña victoria personal al sentir que dominaba un par de muletas. Pero es
lo que me tocó. No hay nada que pueda hacer para cambiar esta circunstancia, me
queda esperar y quizás lo más fuerte de todo esto es que me toca enfrentarme a
mi propia compañía.
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