Los días que siguieron


Pasó demasiado rápido. Volando. Y si no escribí. Si no mantuve el recuento detallado de los días al mejor estilo, hoy vino de nuevo el señor del perro, nos hablamos, el perro se subió a mis piernas llorando por un pedazo de mi comida y una caricia. Es oficial, somos amigos. Fue porque tenía demasiado que escribir. Fueron poco menos de cuarenta y cinco días. A veces con sus noches, otras no tantas. Eso siempre depende. El saldo es de una cien páginas aproximadamente. Me pasa algo peligroso, es la primera cosa que escribo y que me gusta releer. Lo que no le quita el hecho de que en ciertos lugares haya dicho, no te vistas que no vas, estas páginas van para afuera.

De hecho. Cuando son las 5:00 exactas en el reloj de la computadora. Café humeando en la mesa. Los codos bien apoyados sobre cojines para evitar dolores de espalda, las piernas cruzadas, me dispongo a volar todo el primer capítulo y a volverlo a escribir porque ahora tengo una idea mejor. No lo voy a borrar. Simplemente lo voy a guardar con el resto del desperdicio. A lo mejor lo publico como un post. No sé. Ya veremos.

Eso sí. Ahora es que falta trabajo. Muchísimo trabajo. Trabajo. Trabajo. Trabajo. Lectura. Escritura. Lectura. Lectura. Lectura. Escritura.

Eso sí. Estoy reorganizando un poco mi vida. Hay cosas que venía haciendo que no me gustaban. Tenía un dolor de espalda atroz. Una sensación de amargura en la boca. Unas ganas locas de hacer todo y no saber ni por dónde empezar, como cuando abres una gaveta de esas que tienen puras cosas que no puedes botar, pero que no tienen un lugar. ¿Cómo coño ordeno esto? Imagínate tener eso por toda la casa. Así me sentía.

No. Es hora de poner cada cosa en su lugar, empezando por el sentido de la paciencia. Lo bueno toma tiempo. Las cosas bien hechas no nacen de la noche a la mañana. Tú no quieres ser alguien. Tú quieres hacer algo. Y hacer. Hacer toma tiempo. Además todavía me toca hacer a dos personas. Porque si uno piensa que hacer un ser humano tarda nueve meses está equivocado, pero mal. Y de eso quiero escribir muy pronto. De la maternidad. Ese viaje para el que nadie te prepara, porque nadie sabe como decirte la verdad.

No. No escribí demasiado durante el viaje. El agotamiento era muy duro. Las cosas que vi. Que leí. Que escuché. Que hablé. Las calles que caminé, las ya conocidas, las nuevas. Los lugares que probé. Las cosas que me comí. Lo que dije. Lo que compré. Lo que dejé de comprar. Las conclusiones a las que llegué. Los planes que hice. De lo que me di cuenta. Porque pensé. Pensé muchísimo. Entendí demasiado. Aunque todavía me queda un montón por descubrir. Sobre todo las ganas. Las ganas que van quedando por dentro de seguir haciendo. De construir. Casi de volar, aunque suene trillado y cursi. De aprovechar el momento. Cada uno. Y de vivir la etapa que toca, sin dejar de ser uno mismo. Creo que eso es lo más difícil en la vida. Aceptarse, y más allá amarse, sin dejar que las indefiniciones de los demás vengan a afectar la imagen que tienes de ti mismo. Casi siempre son comentarios de otros, o la imagen que otros quieren que tengamos de nosotros lo que afecta como nos sentimos, como nos vemos. Como cuando te pones un vestido y alguien te dice, te queda horrible, y aunque te sentías bien, de pronto es como si te hubieran convertido en un repollo. La voz interior, esa es la que hay que escuchar. Y si te gusta póntelo. Si te provoca cómetelo. Si lo quieres decir, dilo. Siempre que sea bueno. Siempre que sea para nutrir. Para sanar, no para dañar.

Se hace más cuando no se trata de hacer mucho. A veces el silencio es todo lo que necesitas para entender. Se puede madurar sin dejar de ser niño. Para que la historia siga, hay que pasar la página. 

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