Nadie se atreve a llamarlo guerra


En estos días Almudena Grandes escribió en El País sobre su confusión acerca de la situación venezolana. No es la única. Hay mucha gente, de izquierda o no, famosa o no, “haters” de Trump o no, que se han autoexcluido de la discusión sobre Venezuela alegando que no pueden hacerse una idea de la realidad. Es que en el mundo de los Fake News, de los laboratorios de información, de los bots, a veces resulta complicado tomar como certeza lo que te presenta un medio noticioso, sobre todo si eso te incomoda y te obliga a reflexionar sobre una postura que creías correcta. A veces pareciera que lo último que podemos permitirnos en esta vida es cambiar de opinión. Sobre todo si eres un escritor o un “intelectual” reconocido, no vaya a ser que después tus lectores, tu audiencia, se despierte un día y se de cuenta que efectivamente eres un ser humano. De esos que se equivocan, que reflexionan, que cambian de perspectiva, que a veces no tienen la razón.

Hay que admitirlo. Venezuela es incómoda. Vamos a empezar por hablar del enorme elefante en la cristalería de la izquierda en que se ha convertido: No hay aparato de propaganda que tape la catástrofe humanitaria más grande que haya conocido este hemisferio en su historia.
Mucha gente todavía quiere creer que en algún lugar del planeta existe un sistema en que la gente no vive por dinero, se redistribuye la riqueza, que la utopía es posible. Ese lugar durante años fue Cuba. Fidel Castro era el favorito de la “izquierda caviar” europea. Es muy chic llevar una cartera de marcas pero demostrar que tienes corazón porque apoyas un sistema que se basa en una supuesta igualdad. Poco importa si esa igualdad es una que implica que todos los ciudadanos de un país tengan acceso a la misma seria y sean objeto del mismo terror.

Pero entonces llegó Venezuela. Y Venezuela, aunque todavía sigue siendo un bastión para lo que hoy llamamos “comunistas de Starbucks” igual incomoda. Porque Venezuela se fue de las manos. Venezuela es una catástrofe que no se pudo contener. El caso venezolano se desborda por las fronteras de América Latina, por los medios de comunicación y las redes sociales. No hay medio que no traiga una noticia de Venezuela. No hay día que el Secretario General de la OEA o que el Departamento de Estados de los Estados Unidos no se refiera al problema venezolano. Además entraron China y Rusia. Si no son los millones de migrantes entonces es la geopolítica. Si no es la crisis humanitaria entonces son las sanciones a la empresa petrolera. Venezuela pasó de ser el país rico de las mujeres bellas (definición que siempre he odiado) al de la crisis humanitaria (definición que odio más todavía).

Pero el caso venezolano no es narrativa pura. En el caso de Venezuela no hay punto medio, ni se puede relativizar la situación. Se ha generado un éxodo que se estima en más de cinco millones de personas. El sistema eléctrico venezolano, el que un día estuvo entre los diez más importantes del mundo ya no puede cumplir con una demanda que al día de hoy es casi la mitad de lo que era hace tres años. Y no sólo porque un tema de fallas estructurales del sistema, sino por algo que resulta todavía más absurdo, porque no hay suficiente petróleo. Es así, el país con más reservas de petróleo en el mundo no tiene combustible para poner a funcionar la generación termoeléctrica. Las fuentes del sector energético estiman que la producción petrolera está muy por debajo del millón de barriles diarios. Así como lo oye.  


Luego está la crisis de agua. La crisis de agua aparece como resultado del colapso eléctrico. Sin electricidad no sólo no hay bombeo hacia los sistemas que surten las ciudades, sino que no hay potabilización. El agua que se encuentra en las fuentes primarias no es apta para el consumo humano. El agua cruda, como llaman al agua sin tratar, es agua que generalmente tiene sedimentos y agentes microbiológicos dañinos para el ser humano. Consumir agua no tratada puede traer enfermedades, pero si además las consume toda la población de manera sistemática estamos hablando de posibles epidemias. De por sí una epidemia es una situación grave, pero si se traslada a un país en donde no se consiguen de forma regular medicamentos como antibióticos de amplio espectro o desparasitantes la situación es todavía más compleja. Estamos hablando de un evento que podría tener consecuencias catastróficas como la caída de una bomba.

Uso la analogía del armamento bélico porque todavía está en el tapete aquella discusión de que en Venezuela no hay un conflicto bélico. Definitivamente ese argumento tiene un fundamento. Pero no puedo evitar preguntarme si no será hora de actualizar los instrumentos jurídicos internacionales para darle cabida a otras formas de matar. Después de todo la omisión también puede llevar a la muerte. Privar a alguien de lo que necesita para vivir es una forma de matarlo. Una forma tan certera como pararlo frente a un paredón y apretar un gatillo. Después de todo si le quitas a un ser humano lo que necesita para mantenerse vivo lo matas. Es así de sencillo.

En Venezuela existe hoy un sistema totalitario. A muchos les incomoda decirlo porque tienen que admitir que su lectura de Chávez fue incorrecta. No fue un redentor. Ni siquiera un loco. Ni un fenómeno político, ni un típico dictador tropical. Fue un tirano de librito. De los peores. De los que llegó con discurso de odio, destruyó instituciones y consolidó en su lugar un Estado represor que ya ni siquiera dependía de él para sostenerse. Un tirano cuyas políticas llegaron a lo que vemos hoy, un conflicto en el que de un lado están los ciudadanos y de otros grupos armados. Un Estado que gobierna a través del terror, de fuerzas de seguridad y cuyo objetivo no es otro que mantenerse en el poder y eso se logra aniquilando la voluntad del ciudadano.




El totalitarismo es un sistema que hace que el ser humano cambie la voluntad por el hábito. Y así la gente, aunque no quiera, aunque no se acostumbre, empieza a vivir recolectando agua en tobos aunque no quiera. Empieza a vivir a oscuras aunque no quiera. Empieza a vivir prescindiendo de la comida y de las medicina aunque no quiera. Empieza a celebrar que consiguió un pasaporte, un pollo o un shampoo, aunque eso en condiciones normales no sean motivos para celebrar sino la vida que pasa. Y mientras tanto hay quien cree que frente a una realidad como esa mirar hacia otro lado es una opción, porque cualquiera puede dudar, pero aceptar que hay una realidad atroz que se debería llamar guerra aunque no caigan bombas, eso no lo hace cualquiera.

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