De vuelta a la cocina


Creo que me interesé por la cocina la primera vez que sentí el olor de una torta salir de la cocina. Finalmente empecé a hacer tortas y siempre dejaba la cocina en un estado de implosión que daba dolor de cabeza en mi casa. Ya más grande me dio por vender galletas durante navidad, con ello compraba regalos especiales, aunque nunca fui demasiado vendedora. Muchas veces era más lo que comía que lo que vendía, otras veces lo hice por caridad y no sé si los compradores me hacían la caridad más a mí que a la misma gente que estaba esperando ayudar. El caso es que siempre me gustó, y a lo largo de los años fue aumentando la complejidad de los platos que preparaba. 

Cuando me mudé a Estados Unidos con apenas veintiún años comencé a descubrir que las cosas más sencillas de cocinar eran las que más me costaban. Todavía me cuesta un imperio hacer arroz blanco, pero en aquel entonces, luego de quemarme la cara con aceite caliente, logré dominarlo. Llegué a preparar todo menos hallacas, un plato tradicional venezolano que lleva mucho tiempo y que necesita de la ayuda de varias personas por lo que generalmente se hace en familia. 

A los veinticinco años me divorcié y así como empecé, dejé de cocinar. No quise saber más nada de sartenes, ni de ollas. Dejé de meterme en Epicurious, y de visitar Williams Sonoma. Claro que comencé a trabajar con gastronomía y vino, pero si me acercaba a una cocina se me quemaba todo. Cuando conocí a mi actual esposo un día me dijo que le gustaba mucho la salsa Amatriciana. Busqué una receta y se la hice, y quedó mundial. Fue muy extraño, pero me no la pude repetir, mucho menos que me quedara igual de buena. Ni pude, ni quise hacerlo. 

Mi proceso culinario fue como una tormenta. Me acercaba a la cocina un poco como me estuve acercando a la vida durante mucho tiempo. Con miedo. Con duda. Como si estuviera convencida de mi incapacidad y consciente  de todas las dificultades. Un poco con esa mentalidad tan estúpida de para qué lo voy a hacer yo si hay otros que lo hacen tan bien. 

No sé cuál es el motor de esta forma de pensar. Si es trauma o comodidad, personalidad, si es un poco de todo. Me gustaría preguntárselo a mi psiconalista, pero me da un poco de flojera. ¿Qué me puede decir que yo no sepa? Todo en esta vida son etapas, todo depende del cristal con qué lo mires, y mira cómo te miras. 

Tengo varias semanas en Nueva York y este ha sido el verano en que redescubrí la cocina. No sé si fue la picadura de amor por esta ciudad, la belleza de los supermercados, o la complejidad de cuidar el presupuesto y los niños, si es compartir con mi prima y cómo nos reímos entre desastres y aciertos, pero el caso es que me he acercado de nuevo con esa misma pasión y esas ganas. Más allá del cansancio me levanto pensando, ¿qué voy a cocinar hoy?  Incluso llegué a hacer mi propia receta de Tartare de salmón, y mi hija de ha picado con las ganas de cocinar, tanto que quiere vender ponquicitos en la calle. Lo que se hereda definitivamente no se hurta. 

Amo la cocina. No sólo porque me fascina comer, y me encanta compartir lo que como y que la gente disfrute conmigo, sino me fascina todo el proceso. Me gusta pensar la receta, soñar el plato, comprar los ingredientes, luego jugar con ellos. Me siento un poco bruja, un poco alquimista, me siento como una mamá, como una amiga, me siento muchas cosas. Me gusta ver como las cosas se transforman y darme un placer tan grande. 

Me relaja. 

Me destapa la creatividad. Pero sobre todo me gusta disfrutar de algo que me ha generado trabajo. Un poco como escribir. Lo que estoy buscando en este proceso de crecimiento literario, no es sólo publicar un libro, ni terminar una historia apurada, sino escribir el libro que yo misma quiero ver en un estante y no resistir las ganas de leerlo. Ser la autora sobre la que comparto artículos. 

Y mientras afino ese proceso comparto dos platos bellísimos de estos últimos días, una sopa de tomate, muy sencilla pero deliciosa y un cordero con ajo y romero. Primera vez en mi vida que hago cordero, y lo acompañé con vainitas y zanahorias saltadas con piñones y hongos portabella en reducción de balsámico. 



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