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Anoche
soñé que te había pedido que me esperaras. Pasadas las doce sonó el timbre.
Alguien vino a decirme que estaba listo el almuerzo y que tú esperabas abajo.
Yo me asomé a la ventana y no te vi. Las palomas murmuraron algo y salieron
volando. La casa flotaba sobre fuego, se intuía por el calor que nos hacía sudar de vez
en cuando, como si las llamas tomaran turnos cada cierto tiempo para venir a
lamernos, a torturarnos, a dejarnos la piel trastornada de sed.
Entonces
me di cuenta que no habías esperado. No quería que entraras en medio de aquel
fuego, con tu presencia que todo lo inunda. Con tus ojos profundos de mar
infinito, que siempre vienen con una falsa calma, pero siempre esperando un
descuido para lanzar una ola que algún día me va a arrollar. Esa vida marina de
tus ojos. Esos peces coloridos, esos monstruos espantosos, esa isla desierta en
tu pupila que una vez quise poblar.
Entonces
sentí que brotaba arena de mis labios. Un sabor mineral me invadió la boca y
comencé a temblar. No estaba lista para tu presencia. No estaba lista para tus
dardos. Me asomé a la escalera y desde la baranda te vi. Vestido de gris. Con
un maletín en la mano. Vi cómo te movías. Como un animal inquieto. Inseguro. Tú
también con tus miedos. Como al alfiles. Como dragones.
Tú y
tu miedo. Como si no supieras si al verme irías a reposar a un camposanto lleno
de flores, o serías como un animal que va un matadero sangriento para luego
terminar reposando despedazado en el plato de algún ser famélico. ¿Qué te
devoraría? Una paz absoluta de tarde fresca o algún pecado capital para siempre
insatisfecho.
Fue
tu miedo quien vino a verme primero. Me ofreció un cielo a cambio de tu alma.
Me dijo en ese maletín está el cielo. Bajó la escalera y se metió de nuevo en
tu cuerpo. Mientras bajaba miré mis manos y al final de cada falange había un
pequeño cuchillo. Mi piel se erizó y en lugar de cada poro salieron millones de
espinas, ínfimas espinas. El gato se acercó a mis piernas y cuando ronroneó
junto a mi tobillo lanzó un aullido de dolor.
Me
acerqué de nuevo a la ventana pero en esta se proyectaba una película en la que
yo iba vestida de negro, con una trenza, una sonrisa y una hoz. Con los ojos te
dije que te quería besar y acariciar. Y vi como unas manos transparentes
acariciaban tu pelo. Ya se había acercado a ti mi fantasma. Ya te poseía el
espectro, cuando la carne aún prometía.
Por
fin me acerqué. Te helaste. Tus labios se pusieron azules. Aún así los
acercaste a mi cuello, mordiste emulando a un vampiro, pero no brotó lo sangre,
ni siquiera rompiste la piel. Inmediatamente salieron las espinas y te
alejaste, sin aullido de dolor, pero con un grito en cada puño.
Di
dos pasos hacia atrás. Miré el suelo y fui recorriendo con la vista la alfombra
azul de borde dorado que cubría el pasillo y que bajaba por la escalera. Mis
ojos fueron bajando de escalón en escalón, iba a bajar, a tomarte por los
hombros y a pedirte que te fueras, a hacerte una última promesa, la de
despertar.
Cuando
ya bajaba el primer escalón tu venías del descanso, una de tus manos recorriendo el pasamanos de
madera oscura, una sonrisa seca, ojos en remolino, piel lisa, de las mangas de
tu saco salían volando papeles.
Te
esperé. No dijiste nada. Pusiste tus
manos sobre mis ojos, vibraron, tembló el suelo, temblamos los dos, se abrieron
grietas en el techo, en el suelo y la escalera se desprendió como si fuese un
barco que suelta amarras y se lanza al mar. Se apagó el fuego. Y el resto de la
casa se hizo polvo.
Comenzamos
a flotar. Nos movíamos de lado a lado. Comenzaste a mover tus manos, pero no
sentía tu tacto. Fue entonces que vi, que no me estabas tocando con la piel,
que de tus manos salían palabras, que en cada parte de mi cuerpo ibas dejando una
sospecha, un deseo, una esperanza, un olvido, un miedo, una posibilidad, un
cielo, luego de tus dedos salieron lápices, y dibujaste algo en mi espalda,
luego te hiciste a un lado y dibujaste una ventana.
Me
asomé y allí estaba, otra vez la película, tú vestido de negro y yo tendida en el suelo, con
alas rotas, con la luna y el sol muertos, casi enterrados bajo la ceniza de las
estrellas. Volví a verte y me di cuenta que te habías agachado. Te levantaste y
me penetraste con una mirada de amor en un ojo y de odio en el otro. Pensé que me iba a
convertir en piedra pero tú dijiste, no hace falta. Miré el suelo, habías
dibujado un grillo alrededor de mi pies, me habías atado los tobillos. Me
dijiste el día que seas mías vamos a ver lo que fue y lo que será a través de
esta ventana, y va a ser…
Esperé
el final de la promesa, pero nunca llegó. Una lágrima muda se escondió tras mi
lagrimal y luego se acurrucó en mi garganta.
Desperté
con un llanto ahogado. Me di cuenta que no estaba llorando. Que estaba viva. En
tierra firme. Me paré de la cama y cerré las cortinas.
A
pesar de la oscuridad no pude volver a dormir. Las sábanas me hacían sentir
presa, y el sol de aquel mediodía de verano parecía fuego.
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