Sobre la talla y la vida interior

Siempre
que llegaba el arroz a la mesa me servía un monte como el Everest. Sólo una vez
mi mamá intentó llevarme con un nutricionista. Yo tenía unos veinte kilos de
más. El consultorio estaba atiborrado de gente. Mucha cara de angustia, mucho tiempo, mucho
pecado, culpabilidad, malestar, desencuentro emocional. El médico me
recibió, me midió, me pesó, me vio. Me hizo una lista de las cosas que podía
comer. Un puñito de arroz, unos gramitos de pollo. Me sentí peor que un animal
de subasta mientras me
pellizcaba para medirme la grasa corporal y me decía eso se puede corregir. Y
sé que no es culpa de él, sé que la grasa corporal se mide así, no es el tipo
de examen, es la falta de respeto. Es la manipulación. La lástima. La
condescendencia. La estafa. El juramento
hipocrático tendría que ver con el cuerpo, pero con el alma nada. Tuve que escuchar que los hombres no me iban a querer, que la
competencia era dura, y no fue la única vez. Ha vuelto ha pasar en repetidas ocasiones. Siempre me ha provocado preguntar ¿competencia de qué? Ni
siquiera hoy en día soy de las que pone fotos en bikini en Facebook. A ese doctor no lo volví a ver, pero sé que muchas
amigas sí. Hoy en día sólo confío en una nutricionista, la mujer más brillante
y profesional que conozco, y que jamás le diría eso ni a una mujer ni mucho
menos a un paciente.
Claro
que el peso no ha sido el único tema. La celulitis, sobre la que realmente no
puedo hacer nada. Realmente nada. También me ha traído comentarios. Me han
recomendado desde electroshock, hasta inyecciones de alcachofa. De la cama de
electroshock me bajé en menos de diez segundos, le di las gracias a la amiga
que me la estaba ofreciendo y me fui. La vida es demasiado corta, demasiado
complicada, hay demasiado sufrimiento, angustia y cosas por hacer para tirarme
en una cama y apretar los dientes pensando que Satanás usa un procedimiento
igual, si al final ni siquiera me quiero complacer a mí misma sino a otro.
Tarde o temprano todo eso se va a perder. Entiendo que para algunas personas no
hay otra opción y esa es la única vía. Entiendo también que la autoestima se
lacera y que uno busca cualquier paliativo para aliviar dolores y vacíos tan
grandes como ese sentimiento de no ser suficiente, de no estar a la altura de
algo, de no ser la mujer ideal, la perfecta y le peor: ser menos mujer.
Sin embargo, a veces
me da rabia con el mundo. Me pregunto ¿cómo pasó esto? Tuve dos hijos y
recolecté una cantidad de comentarios absurdos sobre mi peso. Agradecí mil
veces a mi obstetra por decirme “lo único que está prohibido durante el
embarazo es hacerle caso a las tonterías de la gente”. Desde el culo hasta las
tetas. Algunos fueron piropos, otros cargados de veneno, desde no has engorado
suficiente, hasta todos los consejos para comenzar a hacer dieta el minuto que
el niño gritara. Y ni hablar de la carrera por volver a la ropa de antes. En un
caso tardé tres meses, en otro diez. ¿Y qué? ¿Cómo cambió eso mi vida? ¿Cómo me ayudó a ser mejor o peor mamá? No sé. A veces cuando trato de ver cómo mis hijos me ven, yo que todavía soy su amor más puro y más profundo, entiendo que el peso les importa un carajo. Que ven otras cosas. Ven mis manos y lo que hago por ellos, ven cuando sonrío y cuando les tengo paciencia y hasta dónde pueden llegar conmigo. Quieren estar conmigo por mí, por la protección y la paz que les doy, no por mi circunferencia abdominal y el ángulo de mis nalgas.
A veces
me pregunto si después de tanto sufrir pondrán mi peso y mi talla en mi lápida.
56 Kg, talla 4 y en paréntesis (depende de la marca de la ropa). Hoy en día esa
información es casi sagrada y privada. Puede ser objeto del mayor orgullo –en
algunos casos se amerita, aquí no se generaliza- y puede ser una vergüenza, -es
un peligro que el peso nos avergüence. Pero a eso nos están acostumbrando. A
veces siento que nos hemos acostumbrado a que el flaco gana. Y eso es una gran
mentira, la delgadez por delgadez no trae nada. Piel y huesos. Recuerdo que
cuando estuve flaca, tan flaca, lo más flaca que he estado en mi vida no era
feliz. No tenía tantos levantes, ni sonreía tanto, ni disfrutaba tanto. Muchas
cosas eran un infierno, sentarme a la mesa, medirme ropa, verme al espejo,
montarme en el peso.
El
mundo nos grita constantemente que no somos suficiente. Las pestañas no son
suficientemente largas, aquí tienes para alargarlas. Las arrugas son
devastadoras, aquí tienes para prevenirlas. Tus labios no son suficientemente
gruesos, aquí tienes para que parezcas alérgica a las abejas. Tus piernas no
están bronceadas pero el sol mancha, aquí tienes para que parezca que vives en
una playa en Costa Rica. Tu pelo no brilla lo sufiente, y está seco, y el color
no le da vida a tus ojos, y además te convendría tenerlo más largo, ¡ya!
¡Mañana! Aquí tienes aceites, brillo de seda, coloración, extensiones. Postizo
o no, muchas cosas uno las disfruta y ciertamente hay algo delicioso en el
proceso de embellecerse. Y sí, de vez en cuando uno sale de la peluquería y se
siente nuevo y renovado. Pero la línea es delgada, porque también uno puede
llegar a sentirse extenuado, agotado e insuficiente. Y ni hablar del costo económico.
Yo creo
que las mujeres tenemos que hacer un esfuerzo por recuperar mucho de lo que
hemos perdido. Por retomar el control y encontrarnos con ese punto interno en
el que está nuestra verdadera belleza. Es más que tetas, que culo, que una
bocas así o un vientre plano lo que podemos aportarle al mundo. Es mucho más lo
que necesita la humanidad. Al final no hay dieta que cambie lo que somos, ni lo
que podemos dar, no hay dieta que valga el talento que tenemos, ni la forma
como nos relacionamos con la gente que amamos. Eso es lo que realmente importa.
Es allí donde hay que concentrarse. Esa es la vida que hay que trabajar: la interior.
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