Lo que Apesta es el Humo de la Pólvora
Corrían los noventa. Yo llevaba el pelo batido, demasiado rimel y demasiada pintura de labios y zarcillos desproporcionadamente grandes. Igual de desproporcionadas eran algunas de mis medidas que hacían que me viera mucho mayor de catorce. A lo mejor aquí se van mis chances de renovar mi visa de turista a los Estados Unidos, pero a esa edad yo compré cigarros en una bomba de gasolina del conservador estado de Virginia. Eran Marlboro Lights. Éramos tres amigas. Como siempre, hubo una que no quiso hacerlo, pero nos acompañó fielmente mientras sentadas en un patio trasero cubierto de hojas marrones se nos pusieron los dedos morados con el frío otoñal, y a diferencia de todo lo que nos habían prometido, no se nos pusieron amarillos de nicotina. Cada fumada era trascendental. Cada aspiración te hacía sentir que llegabas a un lugar inalcanzable, poderoso, que tenías en la mano todas las razones que el resto del mundo no tenía. Yo viví la rebeldía de la adolescencia fumando. ...